Nueva (y eterna) Roma
Hace exactamente 21 años, en un extenso viaje
que hice con mi familia por Europa, tuvimos la oportunidad de estar en Roma en
diciembre. Un sacerdote amigo, que oficiaba de guía circunstancial en la
bellísima ciudad eterna, nos contó que él se marcharía en apenas unas horas a
España para pasar las fiestas con sus hermanos. Como al descuido, más por
cortesía que por interés, le dije que entonces se perdería la tradicional misa del Vaticano. ¿Tienes interés en ir?, me preguntó. ¡Claro,
por qué no! Sería toda una experiencia, le dije, dando por sentado que por
supuesto no lo haría (a la Basílica solo se podía acceder con invitación; y en
la Plaza habría un gentío). Entonces les envío las invitaciones al hotel, hoy a
la noche, agregó. Así fue como, sorteando la guardia suiza, puntillosa pero a
la vez bastante jocosa, entramos a la basílica, reservada esa noche para un
público selecto que había sacado del armario sus mejores prendas y esperaba
ansioso. Media hora después, Juan Pablo II atravesaba la nave central seguido de un interminable cortejo; se detenía a saludar a los
fieles que habían dejado sus puestos y se agolpaban en los laterales de cada
fila; y oficiaba la misa de Nochebuena. Afuera, la multitud seguía atentamente
la celebración que se reproducía por altoparlantes y pantallas. Lo que más me
impactó de aquel momento, al margen de lo raro de la situación, fue
el coro: llenaba no solo el templo sino que se lo podía escuchar a varias
cuadras a la redonda, dando a la helada noche romana una atmósfera casi
fantasmagórica. En ese momento, la belleza de San Pedro cedía protagonismo a
una experiencia que atravesaba todos los sentidos, no solo el auditivo. Pero
por otro lado, sin aquella, ese mismo efecto hubiera sido imposible. Incluso,
si se intentara observar como una representación teatral, con una arquitectura
privilegiada, cercana a la genialidad, y con los mejores recursos, también
estaría faltando lo esencial: la puesta en escena de la fe, aunque el
observador fuera ateo. Tal vez, y como pocas veces, la estética se enseñoreaba sobre los presentes, sobre la multitud que rugía afuera abrazada por el monumental pórtico de Bernini, sobre la ciudad entera, pero también sobre la misma
historia. En algún punto, y por algunos instantes, lograba que ambas se
fundieran en un solo cuerpo. Que aunque después sería sacrificado, dejaba
abierta la puerta para resurrecciones eternas y ciclos que se repetirían hasta
el infinito. No tengo duda alguna de que Bramante, Miguel Angel y Bernini lo
supieron: estaban construyendo no una basílica sino un poder que los necesitaba
con urgencia, que decaía y que en cada agonía resurgía a fuerza de sugestión,
de representación y sobre todo, de un arte que ingresaba allí donde la lógica,
las palabras y la razón habían perdido la partida. ¿No es acaso esa, también,
la historia de occidente? Es más, ¿no es acaso esta nuestra historia actual?