lunes, 15 de abril de 2019

PASAJEROS EN TRÁNSITO

Pasajeros en tránsito

El viaje era una costumbre muy arraigada en los círculos artísticos e intelectuales del siglo XIX y principios del XX. Era habitual pasar gran parte de la vida desplazándose de una ciudad a otra, fijar residencias temporarias, absorber nuevas atmósferas. El nomadismo otorgaba como una especie de salvoconducto prestigioso, una ratificación de pertenencia a la alta cultura, una forma de marcar diferencia con la burguesía sedentaria que se dedicaba a acumular y que a lo sumo solo hacía turismo. A veces, estos desplazamientos y cruces se plasmaban en la obra; tal el caso de Henry James, ubicado en la intercepción como muchos de sus personajes entre el pragmatismo norteamericano y la fina sensibilidad europea. Nietzsche, por motivos de salud, iba tras los saludables aires alpinos y los inviernos genoveses, los afectos, los nuevos estudios y seguramente para conjurar la atroz soledad que lo andaba cercando. Las pasiones también motorizaban los desplazamientos, como en Rilke y Benjamín y sus partidas a Moscú por amor. Aunque será en París donde encontrará este último las condiciones para radiografiar los orígenes y los efectos de la nueva era. En otros, como Baudelaire y Poe, el desplazamiento era más que nada dentro de determinados límites geográficos y tenía connotación de huida, a veces de amantes y acreedores como el poeta francés; o de la miseria y de sí mismos en el caso de ambos. Algo similar ocurría con Arlt, que siempre prefirió moverse dentro de Buenos Aires, con algunos pocos viajes al exterior por motivos profesionales. Kafka jamás estuvo en EEUU pero escribió América, y de paso demostró las múltiples acepciones del término viajar. Stendhal, en cambio, viajaba y se enamoraba apasionadamente de la ciudad de destino –especialmente de Milán-, de cualquiera menos de París, padecía una xenofobia a la inversa según Barthes. Para otros, el exilio era obligado, Mann, Gropius y Adorno, entre tantos, con el fascismo pisándole los talones, el mismo que mató a Benjamín en Port Bou, esa ciudad fronteriza a la que había huido demasiado tarde. Rimbaud fue más lejos aún, se olvidó de la literatura, viajó a Oriente y volvió a Francia sólo para morir. Búsquedas místicas y exóticas o eróticas se leen en los viajes de Artaud a México y de Flaubert a Egipto. Era imprescindible también para los hijos de nuestras familias patricias que realizaran el tour cultural europeo, del que volvían con el último grito de la moda en cuestión de literatura, arte, arquitectura, urbanismo y hasta de filosofía, cosa que a veces resultaba complicada puesto que como se demostró rápidamente no habría recetas universales en este mundo, ni siquiera la pretendida modernidad. Todo habitante de la metrópolis, bien posicionado económicamente y de larga estadía ancestral en el país, viajaba al viejo continente para, al fin y al cabo, pertenecer. La ratificación a esta pertenencia estaba paradójicamente en aquel desplazamiento, en la huída temporaria de una aldea que jamás alcanzaría a ponerse al día en cuestiones que marcarán siempre la diferencia entre un centro rector y una periferia expectante. En la actualidad, el viaje se ha convertido en una forma de subsistencia, ya sea material o espiritual: se busca la tierra prometida, un antídoto contra la realidad cada vez más expulsiva del sitio de origen o, paradójicamente otra vez, la pertenencia a un territorio selecto y ajeno a cualquier coordenada geográfica. Se viaja porque, al fin y al cabo, hay algo que murmura en contra de la quietud, cierto malestar de la instalación como diría Derrida. Sea porque a veces la ciudad nos sofoca, se nos antoja violenta, árida o familiar hasta el hartazgo. Desértica aunque esté cada vez más poblada, u hostil justamente por este exceso de población en estado de misantropía terminal. Viajar implica desencontrarse, implica, como modernos y pacíficos hunos, estar siempre llegando y siempre partiendo de los territorios a conquistar. En el mejor de los casos, el viaje actúa sobre nuestros cuerpos provocando el agradable malestar de la extrañeza y la posibilidad de la recepción de la diferencia; en el peor, apenas nos convierte en turistas. Viajar es uno de los grandes temas de nuestro tiempo: nos movemos para estar asentados en cierta creativa transitoriedad, para seguirle las huellas a una época que hizo de la velocidad y el movimiento su razón de ser.

Del libro Territorios en tránsito / Zenda Liendivit (Contratiempo Ediciones, 2008)

miércoles, 10 de abril de 2019

SALAMONE EL VISIONARIO

Salamone, el visionario






Resulta difícil imaginar el impacto de la obra de Salamone sobre estos pueblos de la Provincia de Buenos Aires a fines de la década del 30. Pienso en los entonces monumentales Galería Güemes y Palacio Barolo, que al parecer también convulsionaron a la chata Buenos Aires de principios del XX. ¿Fue así? ¿O fue apenas la ilusión de todo arquitecto, convalidada en el orden del discurso pero de efecto incierto en la vida real? ¿Participó la pampa de esta arquitectura modernista que, más allá de estilos, influencias y denominaciones, estaba expresando no sólo la voluntad singular de su creador sino una relación específica con la realidad, el contexto y la historia? Una relación marcada tanto por la ahistoricidad de las formas como por el carácter utópico de su recepción.

En la obra de Salamone, los elementos se elevan en gesto futurista, fluyen belicosos, como las torres de los Municipios, que se desligan de la base, perforan el cielo y exigen la vista al cielo, actualizándole al hombre su propia escala. Un uso de la verticalidad que recuerda a las alturas de las catedrales góticas, que mientras facilitaban la orientación y la pertenencia, recordaban la autoridad divina (y la del seño feudal).

Pero la autoridad que impone la obra de Salamone es, en todo caso, conflictiva. No son los pesados y previsibles muros de un sabio clasicismo, rutina horizontal cuya composición garantiza la armonía y la eternidad. Ni tampoco la intemperancia del futurista Marinetti, glorificando las alturas punzantes como fusiles dirigidos al cielo para incendiarlo y crear un orden nuevo. Salamone le impone a la chatura pampeana una arquitectura monumentalista y a la vez en ella hay un estado de alerta, algo expresan esas superficies rebajadas, dentelladas recortadas contra el cielo azul; esos quiebres constantes y sistemáticos, como indecisión vital de la línea recta, que arrojan sombras sobre fachadas rabiosamente blancas. O esas formas parlantes y efectistas, semejante a los proyectos revolucionarios de Ledoux de la Francia del Siglo XVIII, como en los cementerios de Saldungaray y Azul.



Salamone, con su obra, introduce en la modernidad a pueblos suspendidos en el tiempo, pero lo hace desde la singularidad del visionario.  Conforma, en cada caso, un conjunto que tanto se desentiende del entorno como de las tradiciones, llevando el concepto de vanguardia hasta su máxima expresión.

Aunque después de la Segunda Guerra Mundial, y muy a su pesar, el racionalismo bebió de las fuentes del déco (en la exposición de 1925 en París, el Pabellón Espirit Nouveau de Le Corbusier constituyó la reacción contra dichos modernismos, planteando una arquitectura despojada de ornamentación, de formas y líneas que no cumplían función alguna), la obra de Salamone apela a una razón que tiene más que ver con la cosmogonía propia que funcional o decorativa. O, incluso, con cualquier metáfora de autoridad. Proyecta y construye como si siguiera un mandato, un diseño invisible, a veces repetido, a veces único.

Su tarea no es sólo la de dar respuesta a las necesidades edilicias de los pueblos, sino que esos pueblos constituyan el universo donde insertar su obra. Intensifica la tensión entre lleno y vacío, extrañando la apacible vida de campo, el horizonte infinito, para desde ese sitio, extrañado y extranjero, construir un determinado contexto de lectura. O, mejor dicho, para redefinir los términos de una relación que nació conflictiva, como lo es la entablada entre el desierto y la ciudad.

En esa nada que se transforma monstruosa, y que fue límite y frontera civilizatoria, se abre ahora un espacio que destierra por un lado la historia fundada en la dicotomía sarmientina; y por el otro, instaura formas que enfrentan a esa otra monstruosidad, la metrópolis, que, a decir de Ezequiel Martínez Estrada (más o menos por la misma época) constituye la fagocitante e hipertrofiada cabeza de Goliat.

No cabe duda que el objetivo de Salamone era la resignificación de la Pampa en su conjunto. Pero a la vez, el universo propio y limítrofe con el que la transformó fue construido con un lenguaje formal que lo alejaba incluso de las vanguardias más eufóricas del momento, o de aquellas utilizadas, ya hasta el hartazgo, como el futurismo, en teoría, y el déco, en la práctica (cines, teatros y casas de suburbios masificaron el estilo durante la década del 30 no tanto como señal de modernidad sino como receta de fácil aplicación). La obra de Salamone no parece participar de dicho entusiasmo: claroscuros, quiebres e incertezas que ondulan el horizonte recuerdan a las construcciones de los films de Fritz Lang en el apogeo desencantado del expresionismo alemán de los años 20.


El diálogo no fue sólo con Buenos Aires: el mundo entero, que se precipitaba hacia otra catástrofe, también participaba del concierto monumental. De allí la extrañeza que su obra, aún hoy, genera.

Del libro "Obsesiones. Notas sobre Arte y Literatura" / Contratiempo Ediciones, 2017
Fotos: Municipalidad de Pringles; Cementerio de Azul (detalle) / Z.L.