ARQUITECTURA, FILOSOFÍA Y CIUDAD
La Modernidad en Buenos Aires
Zenda Liendivit
(Textos publicados en varios libros de la autora)
Buenos Aires nació utópica. Se la proyectó en sueños y jamás concilió realidad con deseo. Según Martínez Estrada, la ciudad moderna fue fundada con los mismos objetivos que llevaron adelante la conquista y la colonización de América: la posesión y la especulación de la tierra, porque ésta era lo más fácil de adquirir y lo que exigía menos inteligencia para conservar. Se buscó la ciudad ideal de Trapalanda, entonces, frente a la rutina de las llanuras desconocidas, y se la siguió buscando después cuando debió hacerse cargo de la herencia moral, social, cultural e histórica del resto del país. Fue el espejismo de lo lleno contra el vacío hostil del interior. Desde las primeras ideas de Torcuato de Alvear, intendente de Roca, la ciudad respondió a una planificación directamente ligada al rédito por un lado, y a la imaginación faraónica por el otro. Thais y Madero después: el primero al dotar a la zona norte de aires europeos y el segundo al proyectar una puerta de entrada al país tan deslumbrante como inútil. La arquitectura, sin embargo, mostró y demostró sus poderes de acción y reacción; la ciudad creaba, degradaba y producía, valorizaba y extrañaba, aglutinaba y expulsaba. Ella fue obsesión, pensamiento y problema para casi todo el mundo. Poder y proletariado, técnica y arte, lengua y literatura. Traspasar sus umbrales implicaba necesariamente una transformación, de conductas, de significados, de valores, de sensibilidades. Así el gaucho de Borges se vuelve compadrito y cobarde ni bien se instala en los suburbios, o ella se hace mítica frente a la fuerza, negativa para el autor, de lo real. Arlt, en cambio, subvierte todos los valores, coloca el desecho en el cotizado centro y funda al hombre moderno en la traición y la maldad. El tango entretanto pierde su erotismo transgresor, propio de sus orígenes, para circular aséptico en salones y casas de familia. O se vuelve queja, nostalgia y denuncia. Los malestares espirituales por parte de aquéllos que no lograron insertarse en el nuevo mundo, o entrevieron el mundo que se avecinaba, tuvieron expresión arquitectónica en las sombras e inconexiones del art déco y otros modernismos de las periferias europeas; o en la asfixia hasta la afasia de los espacios del grotesco. En la Buenos Aires moderna se imaginaba un territorio y se habitaba una realidad. Y esa falta de conciliación entre lo uno y lo otro instaló una particular manera de pensar la ciudad, que tanto robustecía los fragmentos soñados como condenaba las formas de lo real hostiles a aquella imaginación.
Espacio y resistencia
El eje puesto en lo que Lewis Mumford
llama “individualismo atómico” propio de la modernidad sufrió sin embargo
serios embates desde la configuración del espacio. La necesidad que surge, con
el proceso de industrialización, de concentrar y controlar a la población en
una superficie acotada, genera a la vez espacios residuales que encuentran su
fuerza precisamente en las características de su conformación. Mientras a fines
del XIX la clase alta abandona la casa patriarcal –planta baja, tres patios,
familia extendida y gallinero al fondo-para encapsularse en palacios de estilos
importados, con ambientes inconexos, mal ventilados, mal iluminados y mal
resueltos muchas veces por la falta de superficie, las clases bajas se
amontonan alrededor de una lengua, un oficio, una fábrica o de un interés
compartido como estrategia de supervivencia. Lejanía y cercanía de cuerpos
entonces situados en las antípodas de la escala social. Si la distancia era un
valor de prestigio ya en épocas de la colonización –Martínez Estrada cita la diferencia
de jerarquías entre el patrón que dirigía sus negocios a la distancia y el
comerciante al menudeo detrás del mostrador-, la cercanía implicaba vulgaridad
pero también conspiración, peligro y sobre todo comunicación. En ese contexto
donde los márgenes se ubicaban demasiado cerca del corazón del poder y
funcionaban como material inflamable que podía entrar en combustión en
cualquier momento, atacar un conventillo (a una villa más tarde) para expulsar
a sus ocupantes respondía mucho más que a un problema económico, higiénico o
moral. Desmantelar células de reunión que no estaban controladas era el primer
paso para que el modelo soñado gozara de buena salud y que la ciudad se fuera
desentendiendo precisamente de aquella herencia clásica que hacía foco en su
rol de comunidad, en su función política por sobre los intereses económicos y
especulativos. Las primeras villas (Cartón y Latón en la Quema actual), los
conventillos y las casas de inquilinato reforzaban lo que afuera se rompía a
pasos acelerados. La vecindad inmediata, los recorridos intrincados, los
materiales descartables, el patio, pero sobre todo cierta comunión en la
adversidad, mostraban que si pervivía una tipología comunitaria, y por lo tanto
contestataria, ésta solo podía ser marginal o transitoria; pero por ese motivo,
podía surgir en cualquier lado, en forma imprevista y ajena a las tecnologías
de control desplegadas por la misma ciudad que las generaba. La propia
topografía de Buenos Aires instauró también un sistema de valores relacionado
con los conceptos de permanencia y transitoriedad. Así como el verde y los
terrenos elevados eran sinónimos de acomodo y tranquilidad, el agua que
atravesaba o bordeaba la ciudad representaba el confín existencial, el estado
de supervivencia y fragilidad frente al humor de los elementos. El Riachuelo,
el Cildañes, el Maldonado, el Bajo, crearon sin embargo su propia antropología
urbana y restauraron, paradójicamente, esa idea de comunidad a través de lo que
iban produciendo en la vida de los pobladores. El Maldonado, en El hombre
de la esquina rosada, constituye un espacio fronterizo donde el pasado
imaginado reclama y el presente temido apremia. Un pasado de honor y coraje y
un presente poblado de traiciones y cobardía. En el medio de estas tensiones,
en la atmósfera siniestra que se respira en sus alrededores, mezcla de cuna y
cementerio, los cuchilleros son apenas, como lo afirma el personaje, otro
yuyo de esas orillas.
La ciudad imposible
Como lo afirma Touraine, el modelo de
ciudad industrial era, sin embargo, para la burguesía. Este derecho a la ciudad
implicaba el acceso a la cultura, a la política, a la educación de excelencia,
a las comodidades modernas y a la mejor infraestructura urbana. El proletariado
debía ser eliminado no solamente para evitar futuras rebeliones. A través del
diseño que lo expulsaba a la periferia el pobre se concientizaba del lugar que
ocupa y ocuparía en lo sucesivo en el nuevo orden metropolitano: el centro se
convierte en el espacio simbólico y soñado pero, a la vez, imposible -Marshall
Bergman cita el poema de Baudelaire, Los ojos de los pobres, donde
precisamente la revolución urbanística que en su momento constituyó la
planificación de Haussmann permitió que la miseria reconociera a la
fastuosidad, y de paso se reconociera a sí misma, a través de los bulevares que
atravesaban la ciudad-. Lo que al principio resultaba espontáneo por necesidad
en la apropiación del suelo porteño por parte del pobre, de a poco se fue
convirtiendo en un privilegio reservado para los otros. Esto se dio a través de
intervenciones parciales (la Av. de Mayo, Florida, la zona norte, para la
oligarquía; los barrios tradicionales para la clase media; etc.); de
expulsiones violentas (como las que se llevaron a cabo en los conventillos);
del trazado de líneas de transporte y finalmente de la autoexclusión. La
electrificación masiva durante la primera década del XX favoreció el doble
proceso de alejar a los pobres del centro de la ciudad y desarticular esos
focos de desestabilización que representaban los conventillos y los
inquilinatos. La solución para las clases bajas fue la proliferación de casas
individuales, ubicadas en los suburbios –preferentemente la zona sur y oeste-,
donde el método de la auto construcción garantizaba además un control económico
a través del pago en cuotas. Lejos de recrear, en condiciones dignas, una
tipología que se enfrentara a la idea de átomos librados a su propia suerte
frente a la voracidad de la metrópolis, se la desarticuló en unidades aisladas
entre sí, muchas veces con escasa o nula infraestructura comunitaria, muchas
veces en zonas insalubres y contaminadas. Muchas veces apenas una pieza
precaria donde se amontonaba toda la familia, igual que en el conventillo pero
en soledad.
Habitación al paso
En el otro extremo de estas
disposiciones contestatarias al orden individual se encontraban los hábitats de
aquellos que no soñaban con nada, que en realidad, para una ciudad como Buenos
Aires que siempre vivió de sueños, fueron los auténticos marginados. Tanto las
piezas amuebladas, la cama caliente de los fondines y prostíbulos y
las casillas transportables como, en mayor medida, los caños, los umbrales, las
piedras del río y hasta los huecos de los árboles que ocupaban los atorrantes,
vagabundos, mendigos y proletarios, representaban el más feroz anonimato
metropolitano, la supervivencia en base al desplazamiento, a un nomadismo
existencial. Mientras las clases altas y medias acomodadas construían con la
solidez de los estilos importados y apostaban al valor de la tierra como nuevo
símbolo de status y pertenencia, el pobre marginal fundía el propio cuerpo a su
habitación: cuerpo y madera, cuerpo y cama, cuerpo y caños, árboles o umbrales
constituyen un dispositivo que fija en ningún sitio la vorágine del tiempo
metropolitano, y con ese gesto, tal vez, se convierten en los primeros
modernos. Transitorios, efímeros y suspendidos, desconcertados como los
personajes de Kafka, o absolutamente desechables como los de Arlt. Como afirma
Mumford, la metáfora de Villa Carbón de Dickens –en alusión a las ciudades
mineras de mediados del XVIII y principios del XIX– pervivía en el esquema
habitacional de todos los estratos de la sociedad a principios del XX. Tanto
los palacios de la oligarquía, las casas de renta de la burguesía como los conventillos
de los proletarios adolecían muchas veces de los elementos vitales como el aire
y la luz y producían hombres asfixiados en un mundo que de golpe tanto los
había lanzado al anonimato de las calles como a la existencia subterránea de
sus hogares (al margen de que, como dice Harvey, el nuevo orden productivo
también los había convertido en deudores, acreedores, inquilinos, usureros,
etc.). La crítica más fuerte a la modernidad urbana apuntó precisamente a esta
degradación en la calidad de vida, degradación que, siempre según Mumford, no
se observaba ni siquiera en la edad media y que conllevaba, entre otros males,
la falta de energía vital y sexual. En el capítulo del Juguete
Rabioso que da nombre al libro, Silvio Astier se encuentra en uno de estos
lechos al paso con un joven de clase alta que, a través de la aventura sexual,
busca sofocar el aburrimiento, la incomprensión y la soledad de una sociedad
que se había vuelto anónima, distante y puritana. Este desplazamiento de una
clase hacia los espacios de otra también es mencionado por Matamoros, cuando
señala que los reductos del entonces demonizado tango eran visitados,
subrepticiamente, por los señores patricios.
El tango, el prostíbulo y el salón
Precisamente, cuando el tango atraviesa
la ciudad y abandona la despreocupada pertenencia prostibularia de los
suburbios, acusa también el impacto del nuevo orden. En la periferia de fines
del XIX se podía vivir en la libertad de los instintos, la ciudad estaba por
hacerse. Y si el cuerpo se asfixiaba en conventillos e inquilinatos, tenía sin
embargo como espacio de rebelión la liberación sexual. Pero en la Buenos Aires
de primeras décadas del XX, con el ascenso de las clases medias, el proceso
normalizador de la modernidad se encargará de sofocar precisamente aquellos
aspectos considerados improductivos, o temidos. La represión sobre el cuerpo se
extenderá sobre todos los habitantes incluidos en el sistema y tendrá su punto
culminante en el 30. Para ser ciudadanos había que olvidarse de la barbarie,
que si antes había quedado en manos del interior, ahora se la visualizaba en
las masas informes metropolitanas. De esa barbarie se ocuparon tanto los
bastonazos de Falcón, los higiniestas, los moralistas, las leyes contra los
inmigrantes, la Liga Patriótica y, por qué no, la revalorización de la figura
del gaucho, que al invertir los conceptos dejó en el lugar del bárbaro o
incivilizado precisamente al pobre. Los pasos controlados y preestablecidos de
los bailarines de tango de salón, predecibles y aburridos como un matrimonio
según Martínez Estrada, se oponen al movimiento del cuerpo que solo obedece al
deseo y anticipa el placer. Y a la vez actúan como una especie de equilibrante
contra los imprevistos y desordenados itinerarios de esa masa que puebla las
calles y lleva a Buenos Aires a una crisis urbana, social, lingüística y
política de entre siglos. Equilibrante y, por qué no, ejemplificadora. Si, por
un lado, esta clase toma fuerza y reivindica sus orígenes industriales y
comerciales, también se vuelve necesario, para acceder al derecho a la ciudad,
diferenciarse de aquella orilla y de sus producciones. Y lo hace a través de la
ratificación en el trabajo, no en el crimen; en el esfuerzo, no en el ocio; en
el consumo administrado y organizado de sus productos, no en el libre albedrío;
en la moral que funda familias, no en el sexo disipado; en la responsabilidad,
la prevención y el cálculo sobre todos los órdenes de la vida, no en la
existencia al paso. Si, como afirma Fritz Lang cuando radiografía en M, el
vampiro de Düssedorf al burgués habitante de las grandes metrópolis, los
asesinos están entre nosotros, por lo menos que no se note. Si no había pasados
heroicos o largas estadías generacionales en el país que respondieran por una
clase, tampoco debía haber prontuarios.
Una ciudad fragmentada
Toda ciudad es un organismo atravesado
por infinitas tensiones, un invisible entretejido que relaciona de manera más o
menos evidente cada elemento entre sí y con la totalidad. En una ciudad quedan
atrapados los instantes pasados, las voces, las huellas de lo que fuimos y de
lo que, muy a nuestro pesar, jamás llegaremos a ser. El impacto en un punto
determinado, provocado por una intervención urbana, se irradiará con diferentes
niveles de intensidad al cuerpo en su conjunto. Y ese cuerpo reaccionará de
acuerdo a si fue contemplado en el proyecto o fue dejado de lado. En otras
palabras, cualquier intervención urbana se puede proyectar desde el fragmento o
desde la totalidad, no importa si se trata de pavimentar una calle o de construir
un barrio de viviendas, si se va a abrir un almacén en el sur o un shopping en
el norte. Esto define la atmósfera vital donde vamos a vivir. Define, en última
instancia, nuestra manera de habitación, nuestros modos de relación con los
otros, nuestra presencia y también nuestras ausencias.
Buenos Aires es una ciudad fragmentada.
Proyectada siempre en tiempo presente, demoliendo en cada gesto el pasado, se
constituye como una sucesión de espacios inconexos, resueltos en forma más o
menos afortunada. Puerto Madero, Palermo Viejo y, en menor medida, el Abasto
son ejemplos metropolitanos de esta mecánica fragmentadora. El deseado río
visto desde los ventanales más caros de la capital, con un nivel cero poblado
de restaurantes de lujo y con aires de fábrica reciclada del primer mundo; la
ilusión del soho propio y porteño, de pertenecer a una improbable
vanguardia cultural, entre bares temáticos, negocios de arte y bohemia por
demás lucrativa; y la explotación del siempre taquillero tango, con la mítica
figura de Gardel, eterno anzuelo para turistas, fueron los ejes con los que se
proyectaron, se publicitaron y se vendieron estos tres emprendimientos. Ejes
que responden a los mitos y deseos colectivos de aquellos sectores muy bien
calificados a la hora de retribuir inversiones y que, por lo tanto, son
merecedores de un espacio propio, de un reducto impermeable (además de reforzar
un circuito ya muy bien equipado y orientado siempre hacia el norte).
La proliferación de las villas de
emergencia se da principalmente en la década del 30. De la mano de las crisis
de las economías regionales, de los procesos de industrialización y de la falta
de infraestructuras edilicias para contener los incrementos de población, se
instalan en la fugacidad, en la espera de tiempos mejores. Y terminan
consolidándose hasta nuestros días como una forma de producción del espacio
urbano, una particular manera de ocupar el terreno, de generar conductas y
modos de vida y de enfrentar al entorno, a la propia ciudad que las origina.
A lo largo de estos 70 años se han
sucedido una serie de políticas tendientes a revertir el fundamento esencial
que constituye a las villas, la precariedad asentada y organizada en un
territorio usurpado. Entre ellas, el concepto de radicación o urbanización
surge principalmente como una reacción a la violencia ejercida durante la
última dictadura militar. Las nefastas imágenes de las topadoras del Intendente
Cacciatore, avanzando sobre las casillas y las vidas de miles de pobladores de
asentamientos porteños, fueron un motivo suficiente para que en 1984, con el
retorno a la democracia, se desarrollara esta idea reparadora. Más tarde se le
suma también la cuestión de la propiedad, apuntando a un cambio de status en la
población: de ocupante ilegal a propietario legal a través de la adquisición
escriturada de las viviendas. La radicación consiste básicamente en la
integración, tanto física como social, de la villa a la estructura urbana
circundante. Este proyecto, por otro lado, marca un cambio de perspectiva en la
relación villa-ciudad: de deshechos de la modernidad sujetos a eliminación, los
asentamientos pasan a ser núcleos generadores de formas respetables sujetos a
integración.
Sin embargo, los hechos y la extensión
en el tiempo de este proceso de urbanización, con sus magros resultados,
indicarían que hay, por lo menos, un grave problema de adecuación entre el
discurso, las verdaderas intenciones y la realidad. Se podrían encontrar las
causas de los sucesivos fracasos en los males de siempre: el clientelismo
político, la burocracia de los organismos estatales, las internas villeras, la
inoperancia de los sectores intermedios, la administración de la pobreza de
acuerdo a intereses creados, etc. O en la continua movilidad poblacional que
obstaculizaría cualquier planificación (movilidad con dirección única, siempre
en ascenso: en el 2000 se duplica la cantidad de habitantes de los
asentamientos con relación a la década del 90). Pero esto sería confundir las
enfermedades oportunistas con el problema de fondo. En todo caso, habría que
reflexionar sobre la posibilidad real de una ciudad moderna sin villas. O,
dicho de otro modo, en las relaciones existentes entre la aparición y persistencia
de una villa y la formación y desarrollo de una ciudad inserta en un
determinado sistema de producción y distribución de las riquezas. A partir de
allí, entonces, analizar hasta qué punto estos programas, tanto de radicación
como de supresión violenta, más allá de los deseos y condenas, son acciones que
en última instancia estarían atentando contra ese modelo de ciudad. Un modelo
que se nutre de las diferencias, que precisa de ellas para sobrevivir, y no de
las integraciones. El crecimiento desmesurado de la metrópolis moderna se lleva
a cabo siempre a expensas de alguna periferia que tendrá que soportarla. Así,
villas y countries crecen y se consolidan porque ambos constituyen las formas
de apropiación y producción de espacios de aquellos sectores que por muy
diferentes motivos se sienten excluidos. La imposibilidad de vi-vir con las
normas y costumbres metropolitanas, ya sea por defecto o por exceso, ya sea por
indigencia o por miedo, provoca que se generen polos que interactúan en la
misma dirección pero con sentidos contrarios. A mayor número de pobres y mayor
pobreza (o lo que es lo mismo: a mayor ocupación de la ciudad y mayor
intensidad de la desigualdad), mayor éxodo hacia la seguridad de los espacios
donde las diferencias tienden a limarse al máximo.
Radicar una villa no significa
reemplazar las casillas por económicos mono-blocks, abrir calles para
comunicarla con el entorno inmediato, tender redes de servicios y brindar
infraestructuras. Intervenir el sur, rehabilitar por ejemplo el cordón de pobreza
que constituyen la villa 3 de Soldati, la 20 de Lugano, la 21-24 de Barracas,
la 1-11-14 del Bajo Flores (por citar las más pobladas) implica repensar una
serie de nuevas relaciones que se generarán con el entorno inmediato, con el
centro financiero, con los barrios de la provincia ubicados enfrente, con el
resto de la ciudad. Implica proyectar las herramientas necesarias para que esas
relaciones sean enriquecedoras, para que el sector revitalizado se pueda
articular con las zonas acomodadas y pueda nutrirse de ese desarrollo, tanto en
lo económico como en lo cultural y social. O dicho de otra manera, implica
vincular los grados de desarrollo para acortar las brechas existentes.
Organizar, como diría Touraine, las heterogeneidades en un proyecto común. El
tratamiento de terrenos degradados, contaminados e insalubres (el 95% de las
villas está asentado sobre estas características), la recuperación de viviendas
precarias y el abastecimiento de condiciones mínimas de habitabilidad,
requerirán no sólo del apoyo de pobladores, líderes vecinales y entidades
intermedias, del buen funcionamiento de los organismos estatales y de la
erradicación del clientelismo político y otras formas de corrupción. Harán
falta inversiones que garanticen que esos terrenos se tornarán salubres, que
esas viviendas no se vendrán abajo en dos años y que esa infraestructura será
mantenida con el ingreso de sus ocupantes, reinsertos en el mercado laboral a
través de la producción de nuevos empleos. Harán falta políticas educativas, culturales,
comunicacionales, sanitarias, que garanticen que ese núcleo incluido será
sostenible en el tiempo y que se volverá receptor de los impactos que afecten
al resto de la ciudad. Que será tenido en cuenta en el futuro desarrollo de
ésta y que a la vez él mismo influirá en dicho desarrollo. Es decir: que el
habitante de los sectores radicados ejerza el mismo derecho a la ciudad que el
resto. El contexto actual, sin embargo, hace suponer que la urbanización de una
villa no sería más que la radicación de la pobreza en un determinado lugar
geográfico, una legalización escriturada de la precariedad que, en todo caso,
servirá para controlar su desarrollo y sobre todo su crecimiento. O, en el peor
de los casos, el permiso legal para la realización de proyectos exclusivos, a
costa de más estancamiento y mayor marginación de los sectores supuestamente
radicados. Ni oculta ni integrada o administrada la pobreza deja de ser
pobreza, ni deja de producir sus propias formas para enfrentar ese mundo hostil
que la genera. Sería muy valioso volver a proyectar Buenos Aires desde sus
zonas vulnerables, dejar de pensar en los fragmentos redituables para abocarse
al proyecto de un espacio vital, creativo y habitable para todos. Al proyecto
de un cuerpo que siempre, para bien o para mal, reaccionará frente a la suerte
de sus órganos.