LA SEDUCTORA PESADILLA DEL CAPITALISMO
Filosofía y Modernidad
Zenda Liendivit
Contratiempo Ediciones, Septiembre 2022
Introducción
Un poder que no cesa, que se filtra e infiltra en todas las
esferas del hombre. Gran productor y gran destructor, salvador y verdugo.
Posibilita y aniquila. Muta, se metamorfosea, se enmascara. Dinámica que
repetirá a lo largo de su historia: centros opulentos y periferias desnutridas;
producciones monumentales y desechos descartables; masas adoctrinadas y voces emboscadas,
que todavía pueden decir “no”. Ningún medio provisto por este capitalismo
fluido y altamente maleable, modelo siglo XXI, actúa en una sola dirección y en
un solo sentido. El principio que lo gobierna constituye a la vez el revés de
la trama.
Frente a tanto sufrimiento, tanta indigencia y aniquilación
inexorable que provoca el capitalismo en vastas regiones del planeta, la
respuesta de las poblaciones suele ser débil. O por una resignación ante el
destino, que acarrea complacencia con el verdugo; o por una mala tirada de
dados que mientras decide abundancia en la cara de arriba, necesariamente debe
dejar a la intemperie a la de abajo. La repetición del ciclo abundancia-descalabro,
con la siniestra cosecha de despojos irrecuperables, ratifica esta espera y
esta aceptación. La pobreza en el mundo aumenta y no es solo material, nunca
lo fue. Suele necesitar de un resquebrajamiento cultural previo para diseminarse
con libertad: de allí el éxito de la empresa y aquella resignación, a veces
incluso festiva.
Pero el tiempo del hombre es el presente. El
pasado, apropiado por quien temporalmente posee la voz para narrarlo según sus
intereses, genera ficciones siempre inestables. Mientras surgen vistosas y
taquilleras revisiones, la certeza de que no hay registro posible para todo
aquello que escapa al lenguaje convierte a la historia en una discontinuidad, a
veces, sin sentido. O en un archivo de hechos a la espera de la próxima
interpretación. Del futuro tampoco se tienen noticias confiables: abundan los
quirománticos y pronosticadores. El lenguaje encriptado de las disciplinas
normalizadas convierte al hombre moderno en rehén de los poderes que las
producen, ungen y legitiman. La especialización capitalista del saber y su
estrecha relación con el rédito pecuniario garantizan que el conocimiento no
solo circule como cosa entre las cosas. Su exclusividad en guetos bien
resguardados también define los límites de lo pensable, incluso sus propias
demoliciones y líneas de enfrentamientos. El entramado científico resiste lo
uno y sus afrentas, siempre y cuando no atenten contra el propio mecanismo.
Con el presente devastado, la respuesta al
interrogante inicial habría que buscarla en otros sitios. Si a mediados del siglo
XIX el burgués acumulaba para el futuro y suspendía ese instante que tanto
amaba Baudelaire por ser el único que poseía la intensidad contra el cálculo,
la especulación y la espera, el panorama actual está tan lejos de aquellas
expectativas como de intensidades vitales y creativas. Incertidumbre es la
palabra que cruza el horizonte, se instala, controla y formatea vidas y
conciencias, crea atmósferas de tránsito y sume al hombre moderno en un estado
de deudor eterno con ese presente que se le ofrece, a veces como obsequio, a
veces como fatalidad. Pero jamás como espacio posible de libertad.
El ser humano es un perseguidor de
seguridades. Le resulta difícil renunciar al suelo natal, donde construyó
vivencias y una relación especular con el otro, en busca de mejores horizontes.
Recién cuando ese suelo empieza a crujir, cuando el reflejo de los paisajes
familiares se torna borroso y la muerte acecha sin responsables a la vista, el
exilio surge como ilusoria salvación. Como un volcán a punto de entrar en erupción,
la violencia del capitalismo adquiere itinerarios diversos: a veces, la lava
alcanzará a la población entera; otras, solo a ciertas regiones; otras, solo a
ciertos seres. Errancia geográfica o íntima es la reacción del hombre
acorralado. Reduccionismo es suponer que esta extranjería se limita a los
miles, millones de inmigrantes que se desplazan de un territorio a otro en
busca de supervivencia, económica o política. Existen otras formas de
desplazamientos que, sin cambiar las coordenadas materiales, transforman el
espacio conocido en extranjero. El hombre moderno puede, sin dar un paso, convertirse
él mismo en un ser que deambula entre signos, de golpe, desconocidos.
Para comprender esta relación del ser humano
con el espacio construido y, a la vez, que lo construye o lo deja afuera,
habría que definir el concepto. En el lenguaje común solemos considerar que
habitamos un espacio cuando lo ocupamos y entablamos relaciones, interactuamos
con otros objetos y seres, creamos redes de sentidos y de significación.
Habitar y apropiarse es el objetivo, aunque se esté de paso. Rara vez reflexionamos
sobre sus formas de construcción. Observamos las transformaciones, las
interacciones, los cambios de atmósfera, incluso sus procesos de degradación,
pero difícilmente llegamos a percibir hasta qué punto y cómo configura nuestra
vida. O dicho de otro modo, hasta qué punto no son solo los materiales de
construcción ni sus transformaciones en el tiempo los que rediseñarán nuestra
existencia sino la sintaxis que los ordena. Sintaxis que va más allá de las
palabras y de las cosas para definirse en aquello que siempre va a quedar sin
posibilidad de ser nombrado. Una sintaxis afásica y móvil: de allí su extremo
poder. En libros anteriores hablábamos de mecanismo;
este concepto remite a una operación repetitiva, con planos de funcionamiento y
con una alta connotación técnica. La sintaxis en cambio apunta a un orden
variable, oportunista y extremadamente específico de cada situación y época,
que actuará y se modificará de acuerdo al objetivo. Un orden que apelará a la
técnica pero que estará por encima de ella. Una época entonces con una sintaxis
pos-tecnológica, aunque a simple vista pareciera todo lo contrario.
Al pensar el espacio capitalista más desde
su sintaxis que desde sus materialidades, surge con cierta nitidez su extrema
eficacia así como las dificultades para confrontarlo. Para, parafraseando a
Deleuze, desterritorializarlo en otra cosa. Quebrar esa sintaxis
resulta en teoría un ejercicio gramatical. Una subversión de la lengua que
enloquece y habla a su manera. El problema surge cuando invertimos este
concepto: porque el espacio, si bien es una forma de lenguaje, rara vez acepta
la posibilidad de la ausencia, siente horror al vacío y a la nada. Aspira a su
ocupación, a lo lleno, a reconstruir, cuando entrevé el peligro, aquella gramática
que lo ordena siempre en el sentido de la abundancia. Aunque para ello recurra
a la escases o a la indigencia. No debe haber estrategia que lo fortalezca más
que este juego de opuestos donde lo que queda velado es aquel orden que lo
produce y que a la vez, lo reproduce. Nada lo fortalece más que sembrar, allá
donde hay terreno fértil, enfrentamientos y confrontaciones que ocultarían el
artilugio y a la vez demostrarían su anuencia a la crítica. El discurso de la
resistencia tiene, en esta contexto, vía libre para su enunciación, no hay
obstáculos enfrente, el enemigo se ha invisibilizado. Es el tiempo el que opera
para disolver sus efectos a través, precisamente, de la indiferenciación de las
posibilidades infinitas y de la acumulación como estrategia esencial que se
desplaza de la esfera económica a la vida privada y colectiva: ruido continuo,
sobre-estimulación, proliferación de palabras, engendros lingüísticos, gestos y
acciones que se replican al instante al mundo entero, mercancías, productos y
producciones, minorías fragmentadas y un yo que se ostenta y capitaliza
como nueva forma de poder, conforman núcleos que operan por exceso,
impermeabilizando sus campos de acción y anulando cualquier posibilidad de
ruptura. En la actualidad, el concepto de peligro no radica tanto en aquellas
manifestaciones abiertamente críticas al poder sino en las que, como el mismo
capitalismo, ubican el quiebre en sitios impensados. En aquello que actúa
contra esa sintaxis a través de procedimientos también silenciosos.
¿Es posible una vida no capitalista?
O en todo caso, ¿qué sería una vida no
capitalista?
El fracaso de otros sistemas económicos en
las sociedades democráticas también nos lleva a preguntar si el capitalismo no
se fundaría en lo que de más humano tiene el hombre. El deseo de poder y de
libre albedrío, más allá de cuáles fueran los alcances de ambos, no son
invenciones de sistema económico, social o político alguno. Son pulsiones e
instintos, es la potencia del deseo que busca también el infinito y la permanencia.
El niño los ejerce en la primera infancia. La figura del niño como ser todavía
no contaminado por la cultura ni por las disposiciones pre existentes, dedicada
a la creación, la imaginación y la intensidad del presente, no es ajena a este
capitalismo actual. Que ofrece contra-construcciones para gestionar tanto su
propio fracaso como su expansión productiva a través de una estrategia mundial
de infantilización, donde el futuro, que se perfila negro para la
mayoría, no existe. El retorno a una vida donde el pensamiento, la razón y la
palabra declinan en favor de una instantaneidad que promete el goce inmediato y
la satisfacción garantizada, a través de la libertad del cuerpo, de la
invención de lenguajes que corrompen la idea de comunidad, del “empoderamiento del yo”, de la exaltación del individualismo y de la singularidad domesticada,
surge como reacción frente a la profunda crisis en la que el sistema se halla
envuelto. Y al mismo tiempo, funciona como pedagogía, extremadamente racional y
tecnológica, para diseñar nuevas formas de dominación.
La farmacopea del entretenimiento vacuo, emitido las 24 horas del día, conectada al cuerpo a través de artefactos que incontinentes se lanzan al mercado, otorga la ilusión de una infancia eterna. Que se interrumpe abruptamente cuando esas masas en vías de aniquilación, las que suelen solventar la fiesta de los otros, amenazan con pasar una factura que será siempre impagable en forma pacífica.
La libertad terminó
siendo para muy pocos; la abundancia y las posibilidades, también. Proyectar ya
no forma parte del vocabulario del sistema porque todo proyecto implica al futuro
y a los recursos disponibles. A las formas del trabajo, a la educación, a los
derechos universales. A la libertad de elección y de transformación. El suelo
se ha desertificado y no por el oportunismo ecológico o el peligro climático.
Nuevas formas de esclavitud y de indigencia renacen en sociedades y clases
acostumbradas al buen capitalismo. El poder y el libre albedrío deben
ahora simular su democratización hacia “todo el mundo”. Aunque se tuviera que
abandonar una materialidad, que ya se presenta como exhausta, y explorar un
espacio inmaterial, tan infinito como sus ciclos de aniquilación y
re-construcción.