sábado, 30 de mayo de 2020

DISEÑO DE UNA CIUDAD POSPANDÉMICA

Diseño de una ciudad pospandémica




Daría toda la impresión de que se da por sentado que el virus quedará flotando en la atmósfera y que a raíz de este peligro urge rediseñar la vida más allá de los protocolos sanitarios (impresión alimentada fuertemente por los constantes y desalentadores informes de la cuestionada OMS). 

Surgen dudas: en primer lugar, hay cientos de estudios para una eventual vacuna. En segundo, no hay enfermedad virósica, en la historia moderna, que haya cambiado radicalmente el diseño de una ciudad. Sí, en cambio, lo hicieron las nuevas formas de producción y circulación del capital, los movimientos poblacionales, las finanzas, la flexibilización laboral y el desarrollo tecnológico. 

La fiebre amarilla en la Buenos Aires de 1870 reacomodó las piezas: la aristocracia local abandonó el sur y ocupó y revalorizó el próspero norte, al que dotó de parques parisinos y palacios franceses, situación que pervive hasta el día de hoy, pero no modificó los centros de poder ni organizó una planificación urbana y territorial; ni siquiera modificó los hábitos. Esto ocurrió por otros motivos: las oleadas migratorias, la aparición y el ascenso del proletariado, con sus nuevas ideologías importadas (que dieron vida a los revulsivos conventillos), las nuevas burguesías con sus temas y necesidades (las tipologías fabril y portuaria, la financiera, como la  Bolsa, los nuevos espectáculos, como el cine, etc.), el ocaso del patriciado, generalizado en todo el mundo, revoluciones mediante. Pero principalmente, por las industrias, la revolución tecnológica y las importaciones, que sustituían al artesanado y lanzaban al mercado artefactos, medios de comunicación y productos en serie que afectaron tanto la vida cotidiana como la edilicia. La “nueva normalidad” entonces se sintió con fuerza y de golpe. Los escritores de entonces, antes que higienistas o urbanistas, fueron tal vez los que mejor dieron cuenta de esto (unas décadas antes, Baudelaire también hablaba de la París que se moría bajo las reformas de Haussmann, del fin de sus paseos como flaneur y, por qué no, como poeta lírico). En 1940/50 la poliomelitis obligó a las familias pudientes a refugiarse en sus casas de campo mientras la peste se enseñoreaba sobre las ciudades; los pobres tuvieron que conformarse con pintar con cal verjas y árboles hasta que apareció la vacuna. Más cerca en el tiempo, el HIV con las políticas profilácticas solo modificó (¿lo hizo?) momentáneamente ciertos hábitos. Hasta que llegó el acostumbramiento y la certeza, sobre todo en los más jóvenes, de que se había convertido en una enfermedad crónica y tratable por la que no valía la pena renunciar a ciertos placeres y hábitos. San Francisco puede atestiguar esto último. El dengue tampoco modificó en absoluto las “normalidades” impuestas; se apeló a la fumigación masiva (aunque con escasos resultados) y a protocolos de cuidado del hábitat doméstico. La gripe, mortífera para niños y adultos mayores principalmente, encontró vacuna y aún así no solo no cedió en su letalidad y capacidad de contagio (sobre todo en países subdesarrollados como el nuestro) sino que no modificó ni hábitos ni ciudades. Y estas tres últimas, aún conviven con nosotros sin generar normalidades nuevas.

Coinciden los especialistas en que el covid 19 se ha ensañado principalmente con poblaciones mayores y personas con enfermedades preexistentes. En España, el 70% de la mortalidad ocurrió en geriátricos;  números parecidos afectan a Italia. En EEUU, es la población afroamericana y la hispana las que se están llevando la peor parte (poblaciones con déficit de sistemas sanitarios, alimenticios y habitacionales). El virus se esparce sin dificultad en ambientes hacinados (como las grandes capitales y los barrios vulnerables). Para el resto de la población, en general, es una gripe, más o menos leve, a veces sin síntomas. 

Con este panorama provisorio, lo más oportuno sería focalizar en esos puntos “débiles” y trabajar sobre ellos desde el mismo urbanismo. En la ciudad, volver a las premisas esenciales del sabio Le Corbusier: edificios a escala humana, con materiales nobles, respetando las medidas mínimas, las condiciones de iluminación, asoleamiento y ventilación, entre otras cosas. Por otro lado, los proyectos de radicación de los barrios vulnerables, que se intentó sin éxito en varias oportunidades, adolecen de un problema: las villas son una forma de vida comunitaria, como lo fueron los conventillos de fines del XIX y principios del XX. Sus pobladores no necesitan ni ser trasladados ni “intervenidos” sino dotados de derechos fundamentales, como agua potable, viviendas dignas, trabajo, salud, sin tergiversar sus modos de vida. 

Rediseñar una ciudad en base a una hipotética “nueva normalidad”, producto de este virus, es más un asunto político que sanitario. Las intenciones últimas son precisamente decretar al otro como posible enemigo "involuntario", favoreciendo una hípervirtualidad que posibilite, en zonas bien definidas, el control poblacional en tiempo real, una exacerbación de la individualidad en aras del “bien común” y de la peligrosidad que implica no el virus o su retorno sino una comunidad organizada. Ningún virus ni su manipulación ideológica será artífice de esto. Para ello, harán falta otros ingredientes: el autoritarismo, la represión y el uso de la fuerza. 

El ser humano moderno nació urbano; lo que le otorga identidad es esa ciudad a la que pertenece o a la que aspira, esas grandes metrópolis, hoy jaqueadas por este virus “oportuno” y que, capitalismo mediante, se han constituido en verdaderos Estados a veces más poderosos que los propios países. El moderno se ratifica, como el personaje de "Berlín Alexanderplatz" con Berlín o los locos de Arlt con Buenos Aires, en esas metrópolis que lo consumen y que a la vez, lo potencian. Pesadilla pero también creación y resistencia. 

Si se insiste con cuarentenas ridículas y eternas, se sublevará, como manda la historia. Y enviará a la guillotina a aquellos a los que anteriormente había considerado héroes o libertadores. Algo que una clase política pensante y lectora lo tendría muy en cuenta. Aunque más no sea por un simple principio de supervivencia. 

miércoles, 13 de mayo de 2020

MODELO SUECO, HIGIENISMO Y VIEJOS VICIOS

Modelo Sueco, Higienismo y viejos vicios

A pesar de que el Ejecutivo debe y cree tener el control en el manejo de la pandemia, no es tanto como parece. Y mucho menos, en manos de un solo hombre. La sociedad moderna, aunque a veces parezca lo contrario, tiene poco de rebaño y bastante de impaciencia, al margen de que está híperinformada. Es que casi nadie quiere suicidarse para no morir. Si el virus convivirá con el ser humano durante mucho tiempo, como insiste Ginés García (y otros especialistas), se tendrá que buscar formas de enfrentarlo con productividad y creatividad, sin encierros ni autoritarismos sanitarios. Tampoco, claro está, escudadas en el miedo como control y sostenimiento de un estado de cosas, o en la falsa antinomia vida-economía. El higienismo, hoy como ayer, fue una disciplina que se adentró siempre en terrenos riesgosos en cuanto a derechos inalienables del hombre con el argumento del bien público en peligro por encima de todas las cuestiones individuales. Causa loable si no fuera porque históricamente esa defensa del bien común también fue instrumento político para domesticar y reordenar a las poblaciones consideradas peligrosas para sus fines. El plan urbanístico de Haussmann en París, exportado a todo el mundo, es un claro ejemplo de higienismo contra-revolucionario. Y en versión local, las “limpiezas” de los díscolos conventillos en la Buenos Aires de principios de siglo apuntaban a separar a las masas politizadas que se reunían en espacios comunes, como los patios, y ubicarlas en casas independientes, construidas en serie, volviéndolas eternas deudoras del Estado. Series arquitectónicas pero también vidas seriadas y fácilmente digitadas.

El otro problema es el Presidente cuando olvida los modos que lo llevaron a la presidencia e incurre en viejos vicios y se transforma en un agrietador serial. Una cosa es que se las tome con la inocua Suecia y sus estrategias para enfrentar la pandemia, en una reminiscencia de los dichos de su mentora en cuanto a que Alemania era más pobre que la Argentina  (aunque no entendemos por qué no buscó ejemplos más cercanos, como Brasil y EEUU). Y otra muy diferente es empezar a pensar en el futuro político electoral y en descartar rivales vía coronavirus. Si el gobierno de Macri fue un desastre, también lo fue el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, con sus casi 2000 villas y asentamientos que la pueden convertir en un cementerio. O con un paupérrimo sistema de salud, el que muchas veces obliga a la población del conurbano a cruzarse a la capital para atenderse. Ni hablar de los geriátricos y las miradas distraídas en cuanto a habilitaciones y condiciones reglamentarias. Capital y PBA tendrán que hacer un arduo trabajo sobre estos sectores, muy descuidados, que ahora constituyen el objetivo principal de la enfermedad. Pero el Presidente también tendrá que tener mucho cuidado con las zonas de conflicto que crea a su paso (y con su verba): es tiempo de pensar un plan económico, de reactivación productiva, de rescate de puestos de trabajo, incluso de pensar nuevas formas con justicia social, solidaridad (real, queremos decir) y menos privilegios para unos pocos. La sociedad ya mostró su hartazgo con el encierro. Si además intuye que retornan aquellos modos que aborreció en el pasado (eterna y oportunista búsqueda de enemigos para rehuir responsabilidades, indiferencia hacia las necesidades de los grupos vulnerables, corrupción en precios y adjudicaciones, vaciamiento de infraestructuras, olvido de los derechos fundamentales convertidos en bienes lucrativos, etc.) y en plena pandemia, la credibilidad política se irá disipando como se espera que lo haga el mismo virus. 

martes, 12 de mayo de 2020

PANDEMIA2020: EL MUNDO QUE INVENTAMOS

Pandemia2020: el mundo que inventamos

Cuando se decretó la pandemia lo que más me llamó la atención fue la premura con la que sanitaristas, comunicadores,  políticos, cientistas sociales y otros especialistas se apuraron en anunciar el fin de una forma de vida y el surgimiento de una nueva “normalidad”. Mucha urgencia, pensé, frente a un enemigo del que poco se sabía y que con el correr de los días iba volviéndose bastante errático, a veces selectivo y mortal, otras hasta inocuo. La futurología ocupó un rol central en los análisis; los detallados informes médicos-científicos también. Y por supuesto, todo tipo de teoría sobre el origen del mal. Demasiado apuro, decía, en decretar el fin de una época. El mundo no necesita de un virus para cambiar repentinamente. Basta con hacer una retrospectiva de las formas anteriores a las famosas TIC y sus muchos derivados para comprender que las transformaciones constantes y radicales, abruptas por la celeridad de la tecnología, son desde hace un rato la “nueva normalidad” de esta hípermodernidad. Que no es otra cosa que la antigua modernidad acelerada. Si los dispositivos tecnológicos ya retacean la materia y subvierten el tiempo, convirtiendo a la virtualidad en la nueva presencia “real”, el virus, con sus modos y efectos algo primitivos, sería casi un ancestro no deseado de aquellos. Por otro lado, el desmadre económico y social pos pandemia no será tanto a causa del covid19 sino de las condiciones previas a él. Leer entonces a contracorriente: no “apareció” el virus para desmantelar una supuesta "normalidad" sino que el mundo lo produjo para desmantelarse y volverse a inventar, en un mecanismo incesante y generador de formas nuevas. Por otro lado, el olvido del ser humano en esta destrucción-construcción permanente no es tampoco exclusivo de sistemas políticos que esencialmente lo dejan de lado, como el capitalismo y el neoliberalismo, sino también de las pretendidas progresías y seudorevoluciones que merodeaban el planeta pre pandemia, que se inventan enemigos para no modificar, esencialmente, las relaciones de poder existentes. Como el feminismo, que llenó de ajetreos y ruidos cada ciudad y país en la que se territorializó con una por demás extraña complicidad mundial,  dilapidando tiempo, energías y recursos detrás de entelequias y dioses de barro y dejando en claro, pandemia mediante, que jamás se ocuparon, de mujeres realmente vulnerables. Por derecha y por izquierda, el hombre fue objeto de olvido, aunque hoy se rasguen las vestiduras y la buena consciencia eleve la voz al cielo reclamando por más justicia social frente al incómodo número de muertos. El mundo no cambiará por una peste más que por otras acciones, invenciones y destrucciones. Se reacomodarán las piezas, los centros de poder, se incorporarán hábitos distintos, como lo haría cualquier nuevo dispositivo lanzado al mercado por Apple o algún desplome bursátil, existirá cierto temor al principio y después, como siempre, sobrevendrá el olvido. Del hombre y de la tragedia de existir en una atmósfera que a pesar de catástrofes y normativas lo seguirá dejando de lado o lo borrará del planeta. O gracias a ellas.

viernes, 1 de mayo de 2020

PESTE, TIEMPO Y CREACIÓN

Peste, tiempo y creación


No se puede estar demasiado sano, ni muy cómodo
El oficio de autor exige quietud: la biblioteca a mano, cierto silencio, cierto distanciamiento, sin perder de vista ese afuera que a veces reclama, a veces irrumpe. Cuando tuve la suerte de conocer Weimar y visitar las casas de Goethe y Schiller, en pleno centro del pueblo, me llamó la atención que en ambas, ambos autores tenían varios espacios destinados a la escritura. Y todos, indefectiblemente, con una pequeña cama al lado (indispensable: el esfuerzo intelectual siempre da sueño). Eran espacios distribuidos en las diferentes plantas, independientes de la biblioteca principal, el dormitorio, y los demás salones. Cambiaban de aire en la propia casa, las dos bellísimas y con todas las comodidades de la época. En el otro extremo, Benjamin, acuciado por las circunstancias, escribiendo en servilletas, boletos de transporte y márgenes de periódicos, en hoteles y hoteluchos, aislado en París en un cuarto antes de la huída final. En algún momento, la escritura deja de ser una opción y se vuelve un imperativo. No hablo del desasosiego lógico que ella plantea sino de su ausencia. Cuando presiona internamente y el autor siente como si estuviera “perdiendo el tiempo” o cometiendo alguna rara infidelidad cuando la deja de lado (exactamente lo contrario a lo que la sociedad le exige, salvo que esa escritura después "rinda" bien en el mercado, entonces sí, el tiempo no fue “perdido”). El virus viene a actualizar esta urgencia, y por supuesto a actualizar indigencias. No solo porque remite a lo inevitable, la muerte, sino porque al emanciparse de lo controlable entabla con cualquier creación un duelo y a la vez, una relación especular. El autor entonces se ve obligado a reacomodar las piezas, negociar con el rival, en el que también se refleja: la finitud se redimensiona de la misma forma que el deseo de perduración. Y a la vez, la posibilidad de que los tiempos, el de la obra y el de la destrucción, confluyan hasta complementarse. Así, el virus del nazismo en Benjamin y el de la persistente tuberculosis en Schiller, que los mataron antes de que cumplieran 50 años, no solo no fueron obstáculos para la producción. Fueron de alguna manera, potencia y diferencia.

DIARIO DE LA PESTE / LAS FUERZAS OCULTAS

Las fuerzas ocultas

Trump acusa a la OMS de no haber hecho la tarea: ir a China y comprobar que los chinos estuvieran diciendo la “verdad” en cuanto al nuevo virus. Muy razonable lo de Trump: creer a China a pié juntillas es lo mismo que creerle a él a rajatabla. De paso, desde luego, se saca el fardo de encima en un año electoral y con miles de muertos de haber trivializado la pandemia, como Johnson en el Reino Unido o Bolsonaro en Brasil. La OMS, que no es un organismo filantrópico precisamente, presentó baches desde el inicio. Que siguieron: ahora salieron a luz correos, desde Taiwan, donde se le advertía de un virus nuevo, pulmonar y letal. La OMS lo niega. ¿Quién dirá la verdad, si es que existe tal cosa? También afirma, en un rapto de pesimismo, que el virus no desaparecerá y que habrá que acostumbrarse. Rara forma de expresar una realidad potencial, puesto que hay muchos virus que no desaparecieron, y nos acostumbramos, como por ejemplo el HIV, el ébola, el dengue, el resucitado sarampión. O el de la influenza, que cada año se lleva miles de vidas en todo el mundo casi como un hecho natural y sin cuarentenas. Trump, China, OMS: en fin. Aquí nosotros, acorralados por encierros interminables, por picos que se estiran, por una rara sensación de que hay cosas que no nos están diciendo. Es comprensible: ¿quién se atreve a la disciplina científica? Un virus simple que tiene a mal traer a epidemiólogos, infectólogos y políticos: partió de animales vivos y mutó, ahora parece que fue gestado en laboratorios; contagia solo por proximidad con enfermos, ahora parece que está en el aire y se queda allí un buen rato; vive 3 días en la ropa, no, eran tres horas; barbijos no, hoy tal vez sí; cuarentena no recomendable, hoy indispensable, etc. Rara sensación de que nos están armando algún relato donde los intereses en juego trascienden largamente el loable tema de la salud social. A propósito: ¿China nos está vendiendo “insumos” contra el virus que crearon? Casi un grotesco.