El lenguaje, la madre de todas las batallas
“Antipolítica”; “Antiderechos”;
“La sociedad no entiende de política”; o en su variante, “La sociedad no
entiende de matemáticas”; “El pueblo no
puede pensar en totalidades”; “La sociedad es inmediatista”; “La sociedad
siempre está insatisfecha, es envidiosa (variante parisina)”; “Golpista”
(variante boliviana y argentina también). O el otrora y remanido “lumpen”, etc.
No hay como la
estrategia de la “ignorancia” o la “irracionalidad” del otro para justificar
cualquier acción, Ley, o proyecto, y seguir adelante como si enfrente hubiera
un desierto primitivo al que hay que civilizar. La historia, parafraseando a
Martínez Estrada, siempre brota por las rendijas de la actualidad en esos
gestos y correspondencias menos pensados. Civilización y barbarie de nuevo.
Chile se levantó contra Piñera por un aumento del metro (no porque el
neoliberalismo lo está asfixiando); a Evo lo “golpearon” los militares (y no
porque el pueblo se cansó de sus trapisondas y deseos de eternidad); en
Ecuador, un aumento del combustible levantó furiosas revueltas en la población
(Moreno, para congraciarse con el FMI, aplicó una fuerte reducción del déficit
fiscal a través de los hidrocarburos) ; en Francia, inaugurando estas disconformidades masivas, los chalecos amarillos
estallaron por las diferencias de privilegios entre el “campo” y la maravillosa
ciudad luz; ahora, en París las revueltas siguen por el “mecanismo de
solidaridad” que pretende imponer Macrón en las pensiones y jubilaciones: ya
hay quienes opinan que los franceses son “eternos insatisfechos”.
No importa si
las sociedades están muy bien avenidas y no quieren resignar privilegios (como en este último caso); o quebradas y
al borde del abismo, como podría ser la nuestra. Nunca entienden nada. Actúan por
impulso. Los únicos poseedores de la verdad son los políticos, que últimamente tienen que hacer malabarismos
para sostenerse en el poder porque el hartazgo es mucho y a la paciencia se le
agotó el tiempo: Moreno, Piñera y Macrón tuvieron que capitular; Evo, exiliarse.
Políticos que sermonean a jueces o que hacen un
berrinche porque alguien osó no hablar con lenguaje inclusivo cuando se está
tratando nada menos que la entrada a la pobreza de miles de jubilados. Políticos
que discursean en el desierto hasta que algún asesor se anima a tocarles el hombro
y avisarles que ya los volvieron “injustamente” al llano. No se reflexiona que mucha de esta impaciencia, sobre todo en los sectores acomodados, proviene precisamente de las sospechas de corrupción generalizada que pesan sobre la clase dirigente. Que por algún extraño motivo, se siente en la no obligación de dar explicaciones. Impunidad casi como forma de ejercer el poder, visibilizada como la "nueva política": esa que la exculpa siempre en aras de un bienestar superior. Que por supuesto, las masas no alcanzan a distinguir. Algo así como un síndrome de neoemperadores capea sobre esta casta en franco desprestigio.
Estos pensamientos nos
retrotraen a otro pensador ilustre que decía que las masas no
necesitan intermediarios ni “teorías” enunciadas “delante” de sus prácticas. Que
ellas mejor que nadie sabían y podían articular sus propios discursos. De Foucault,
de él hablamos, claro está. Por eso sería interesante, en esta época en la que
sutil o directamente se trata de “suprimir” ese discurso-práctica social (disconforme, caprichoso, intolerante, irracional, "antipolítico" e impulsivo), recordar estas
palabras siempre actuales:
"Ahora bien, los
intelectuales han descubierto, después de las recientes luchas, que las masas
no los necesitan para saber: ellas saben perfectamente, claramente, mucho mejor que ellos; y además lo dicen muy bien. Sin embargo, existe un sistema de
poder que intercepta, prohíbe, invalida ese discurso y ese saber. Poder que no
está tan sólo en las instancias superiores de la censura, sino que penetra de un
modo profundo, muy sutilmente, en toda la red de la sociedad. Ellos mismos, los
intelectuales, forman parte de ese sistema de poder, la propia idea de que son
los agentes de la "conciencia" y del discurso forma parte de ese
sistema. El papel de intelectual ya no consiste en colocarse "un poco
adelante o al lado" para decir la verdad muda de todos; más bien consiste
en luchar contra las formas de poder allí donde es a la vez su objeto e
instrumento: en el orden del "saber", de la "verdad", de la
"conciencia", del "discurso". Por ello, la teoría no
expresará, no traducirá, no aplicará una práctica, es una práctica. Pero local,
regional, como tú dices: no totalizadora. Lucha contra el poder, lucha para
hacerlo desaparecer y herirlo allí donde es más invisible y más insidioso, o lucha
por una "toma de conciencia …”
(Foucault, Un diálogo sobre el poder)