Lo que no vemos morir
Alguien me desordena involuntariamente la biblioteca y lo encuentro. Tapas cubiertas, sepias, intactas, 1941, Ediciones Conducta, reza la portada interior. 1957 y firma manuscrita, en tinta azul, agrega un efímero propietario, ese acto tan íntimo pero a la vez tan político de marcar el libro adquirido (mi firma vendrá después): huellas del autor y del lector que las ratifica. "Lo que no vemos morir", Ezequiel Martínez Estrada. Y hay más: “Por primera vez en Buenos Aires, a los 29 días del mes de mayo de mil novecientos cuarenta y uno, este drama fue representado por el Teatro del Pueblo, cuyos actores son como sigue….”, informa la segunda página, detrás de esa primera que suele quedar en blanco, estrategias del editor para crear suspenso. Un drama en tres actos, demoledores como la escritura de Martínez Estrada: nos quedamos naufragando como sus personajes, aferrados a la última tabla, negándonos a la muerte y a la vez, siendo testigos y artífices de ella. Como esas entidades que, según Lyotard, todavía viven cuando tendrían que estar muertas. Como Martínez Estrada, como todos los libros malditos y maldecidos de sus respectivas épocas.
lunes, 28 de abril de 2014
domingo, 20 de abril de 2014
PERVERSIONES CULTURALES 4 / LA CAUTIVA
La cautiva
No es fácil entrar a una librería y ver la exuberante producción actual. Y esta incomodidad no procede de la imposibilidad de acceder a todos los libros sino todo lo contrario, de la existencia de los mismos. No es casual que en la actualidad se priorice la expresión por sobre la reflexión; el murmullo continuo de comentarios eternos alimentado por las nuevas tecnologías favorece la creencia de la multiplicidad y la diversidad. En este contexto, el tráfico de la palabra impresa enrarece las posibilidades reflexivas del pensamiento y se dirige, por diversas vías, a su precarización. La mitificación del objeto libro ha causado estragos en la cultura y, de alguna forma, se ha constituido en un eficiente elemento de control más por sus formas de apropiación, circulación y validación que su por sus contenidos propiamente dichos. El problema no radica en quién es el que habla, el nombre de autor, sino en quién o quiénes son los administradores actuales de esa palabra cautiva. Si antes se adquirían territorios como forma de dominio, hoy la palabra es el preciado botín que, a la vez, también se constituye en herencia y reaseguro. Medios de comunicación, empresas editoriales y mercado se erigen en los únicos capaces de separar la paja del trigo. Lo que provoca una doble perversión: por un lado, voces que generalmente tienen otros intereses que los de la creación o la reflexión serán las encargadas de configurar el estado de la cultura de una sociedad; y por el otro, el libro valioso deberá atenerse a cláusulas mercenarias, sepultando en el camino todo aquel pensamiento o escritura no afín a dichos intereses. Así, la industria cultural elabora sofisticados mecanismos, como son ferias, salones, congresos, concursos, programas de televisión, suplementos y demás, que articulan un complejo entramado donde el objetivo es la domesticación de la mirada, un cierto acostumbramiento a la chatura o a la circulación trivial o desenraizada de la palabra plena. Una suerte de vasallaje inconsciente frente a nombres, obras y productos que se obtiene a fuerza de manipulaciones mediáticas, redes de inclusión y exclusión, famas construidas sobre logros inciertos o improbables y sobre todo, un uso hegemónico y terrateniente de los espacios de difusión y producción. El lector se vuelve partícipe involuntario de este empobrecimiento al desplazar su condición de sujeto receptivo de un saber que se desarrollará y transformará (y lo transformará) ante su mirada a consumista de un producto que circulará desprovisto de toda potencialidad creativa. El objeto de culto no es el libro en sí, como tampoco el cuerpo del delito es el cadáver. El objeto de culto es la creación misma que conlleva un gran sentido de responsabilidad, un compromiso íntimo pero que a la vez, es también un compromiso político: más allá de expectativas personales, cada obra se constituye en parte del engranaje necesario para leer el presente y construir a la vez una determinada forma de ser y de estar, una atmósfera de excelencia o de precariedad, un determinado modo de relación con el otro, con la historia y con el devenir. Una relación vital que funda, tiene la obligación de hacerlo, nuevas perspectivas y nuevos saberes. Pero principalmente, un compromiso con el propio acto de pensar como función liberadora y autónoma. En esta función política del libro radica su peligrosidad. Haciéndonos cómplices de la irritante cantinela de que todo es negocio y que la cultura no puede escapar a la lógica imperante mundial, se va naturalizando este mecanismo de dominación que solo en apariencia es mercantilista. Su objetivo final es el pensamiento y sus posibilidades emancipatorias.
(FOTO: ZENDA LIENDIVIT, 2013)
domingo, 6 de abril de 2014
ENSAYOS Y FICCIONES / ARIEL
Una balacera en Barracas
Nada hacía presagiar
que esa noche de invierno seis de los más importantes jefes de las bandas
locales de la zona sur de la ciudad encontrarían la muerte al mismo tiempo y en
idénticas circunstancias. Hombres acostumbrados a lo suyo, veteranos de los
asuntos poco claros, prontuariados varias veces, se habían dado cita como era
costumbre cada tanto en ese bar de mala muerte de Barracas para discutir
aquellos temas que reunían intereses gremiales, facilitaban la convivencia,
marcaban los límites y generaban ganancias para todos sin resentimientos, una
reunión de negocios que se prolongaba a través de las horas y donde la palabra
solía escasear para dar lugar a los sobreentendidos, a la complicidad sellada
por el tiempo y la costumbre. Durante aquellas noches del año, siempre
sorpresivas para evitar especulaciones, el barrio se resguardaba en sus casas y
la zona quedaba prácticamente liberada, no se veían peatones, autos y mucho
menos personal policial. Los hombres se sentían como en casa y tal vez eso fue
lo que los llevó a ese final inesperado. Nada hacía presagiar entonces porque
Suarez no era de la zona, no estaba invitado y mucho menos podía saber que
justo a esa hora y ese día, en ese lugar perdido de Buenos Aires, se iba a dar
cita la cúpula del poder local, desarmada por costumbre y acostumbrada a que
nunca le pasara nada. Sin embargo allí cayó, como un simple parroquiano no
enterado de los códigos del barrio y de esas noches significativas, de esos
días que se marcaban en el calendario aunque más no fuera en forma tentativa,
un merodeo, una posibilidad, ese mes, esa quincena, entonces las precauciones,
las puertas y ventanas cerradas y sobre todo, todos los sentidos dormidos,
puesto que si algo salía fuera de sus cauces allí nadie, nunca podía estar
enterado de nada. Pero Suarez, con la impunidad que le daba el aspecto de
hombre fuera de lugar, empujó la puerta de vidrio y madera, que por error no
estaba trabada, entró, se sentó sin mirar a los otros, muy próximo a la única
mesa ocupada, nada raro tampoco porque a esa hora y en ese bar de mala muerte
lo raro era que hubiera alguien. Se sentó y extrajo un cigarrillo de su campera
de nylon negra, lo encendió y se dedicó a hacer figuras con el humo que salía
de su boca, frente a la mirada aburrida de esos hombres que esperaban que
alguno le aclarara al forastero que aquélla era una reunión privada. Nadie
hablaba, más por desidia que por otra cosa, pero cuando uno quiso abrir la
boca, fue demasiado tarde, las balas volaban enloquecidas, certeras y en una
sola dirección, unos fogonazos que despabilaron de golpe el lugar y que
aceleraron el tiempo de una manera que tan sólo fue una mezcla de seis, o siete,
estruendos, humo, sangre y cuerpos acribillados, como una sola masa que caía
pesada sobre la mesa y se desparramaba por el piso, pero tan fugaz que
enseguida todo volvió a la normalidad y hasta parecía que allí no había pasado
nada. El mozo y el dueño del local, que nunca aparecieron por el salon,
tampoco lo hicieron entonces, resguardados en la cocina y convencidos de que
alguno de los jefes había decidido hablar en forma un poco más contundente.
Suarez volvió a guardar el arma y, con el cigarrillo todavía colgado del labio
inferior, se levantó, echó una ojeada al lugar, como para cerciorarse de que
allí nadie saldría vivo salvo él y con paso tranquilo se dirigió a la puerta. Qué
curioso, pensó, eran siete.
Fue también aquella
noche y en el umbral de ese bar de mala muerte de Barracas, unos segundos
después de haber consumado la matanza, que la vio por primera vez. Con el
rostro enrojecido por el frío y el pelo mojado por la llovizna, venía a paso
rápido y como si con ello se le fuera la vida se disponía a franquear la
puerta. Pero Suarez no se movió del umbral, su ancha figura bloqueaba por
completo el acceso y nada había en su actitud que delatara que pensaba correrse
y ceder el paso a esa mujer que se le había puesto delante. Está cerrado,
se limitó a decir mientras arrojaba el cigarrillo al charco de agua. Pero
todavía hay luz adentro, decía ella, en puntas de pié, tratando de mirar
hacia el interior del local. Lo deben estar limpiando, repuso él,
mientras extraía otro cigarrillo de su chaqueta. La mujer le clavó la vista y
así se quedaron unos segundos, uno en los ojos del otro, él impasible, ella
esperando y en esa espera que tenía mucho de estudio y de radiografía, de
alguna manera escribió su propia sentencia que, como esas condenas que jamás
prescriben, se llevaría a cabo años después. Al rato, segundos en el reloj, una
eternidad si se piensa que allí hubo una masacre, detenido apenas por la
presencia de esa chica que miraba como si ya estuviera haciendo el identikit
(y, claro, en identikit es en lo que pensó Suarez y de allí surgió la
mencionada sentencia), al cabo de ese tiempo imposible de medir, ella se dio
vuelta y enfiló en dirección a la avenida, con paso indeciso, envuelta en un
abrigo que resultaba pobre para el frío y seguida a apenas unos metros por el
hombre. Suarez no volvió a usar el arma esa noche y gracias a ello surge esta
historia, con la espalda de la mujer que se aleja sola, la silueta atravesada
por las luces enloquecidas del tráfico y la lluvia cayendo con violencia sobre
la ciudad.
(Fragmento del ensayo-novela "Ariel", de próxima aparición)
jueves, 3 de abril de 2014
TELEVISIÓN / MOM: LENGUAJE Y RESISTENCIA
Lenguaje y resistencia
Bonnie y su hija Cindy asisten a grupos de rehabilitación.
Ambas son ex adictas a la droga y el alcohol, la primera incluso con algún
difuso prontuario. Ambas fueron también madres precoces. La tercera generación,
la adolescente Violet, sigue algunos de sus pasos: está embarazada. Mom es un
producto raro para una época en que la factoría televisiva de Hollywood concentra su
interés en policiales, vampiros y psicópatas. Con actuaciones brillantes, la
serie constituye desde el mismo título una apuesta al lenguaje, al habla
cotidiana y a sus desviaciones encarnadas en seres que de tan comunes se tornan
singulares. Algo parecido a The Middle y obviamente a Two and a half man pero
un poco más trágico. En Mom todo está perdido de antemano. Esa certidumbre es
la que le permite a Bonnie afirmar que si su amiga, ahora condenada por estafa, traicionó a las personas que le habían depositado su confianza, y su dinero, nada menos que tres millones de dólares, no
tendría que ir a prisión sino a Wall Street. Con la frase, la réplica, la
palabra desdoblada sobre sí misma, los personajes acometen la única tarea que
les resta: demoler aquello que los condenó sin remedio, pero tampoco sin
demasiado espanto.
martes, 1 de abril de 2014
LA OBRA Y LA CREACIÓN
La obra y la creación
A la producción de una obra la atraviesan sus propias tensiones. Ella misma se vuelve, en algún punto, un callejón sin salida, una suerte de bloqueo que la hace entrar en riesgo. Una pulseada entre el deslizamiento y la resistencia. O la imposibilidad. La palabra cava y socava su objeto y su contexto. No es sin embargo un gesto a priori sino simultáneo: ella se escandaliza a sí misma (que no es lo mismo que narrar ocurrencias y divagues). La obra concluida y lanzada tiene a la vez sus propios derroteros. A mayor facilidad de recepción y circulación entonces, menor trabajo de socavamiento: toda obra de ruptura está inscrita siempre fuera de plano, fuera del lienzo, fuera de página. Siempre en un espacio que, como dice Deleuze, falta.
(Actualidad sombría e incómoda: el arte y la literatura actuales llevan en el mismo proceso de creación sus mecanismos contra-descarrilamientos y desbloqueantes. Narran el escándalo sin escandalizarse).
A la producción de una obra la atraviesan sus propias tensiones. Ella misma se vuelve, en algún punto, un callejón sin salida, una suerte de bloqueo que la hace entrar en riesgo. Una pulseada entre el deslizamiento y la resistencia. O la imposibilidad. La palabra cava y socava su objeto y su contexto. No es sin embargo un gesto a priori sino simultáneo: ella se escandaliza a sí misma (que no es lo mismo que narrar ocurrencias y divagues). La obra concluida y lanzada tiene a la vez sus propios derroteros. A mayor facilidad de recepción y circulación entonces, menor trabajo de socavamiento: toda obra de ruptura está inscrita siempre fuera de plano, fuera del lienzo, fuera de página. Siempre en un espacio que, como dice Deleuze, falta.
(Actualidad sombría e incómoda: el arte y la literatura actuales llevan en el mismo proceso de creación sus mecanismos contra-descarrilamientos y desbloqueantes. Narran el escándalo sin escandalizarse).
Suscribirse a:
Entradas (Atom)