sábado, 19 de febrero de 2022

CINE / HERMOSA VENGANZA

 Hermosa venganza: 
De la civilización a la barbarie

Una atmósfera sutilmente irreal envuelve el film de Emerald Fennell. Entre el kitsch de algunos elementos y la densidad de lo narrado lo ubican casi en los bordes de la comedia negra. Pero sin llegar a serlo (resuenan ecos de Brian De Palma y de Tarantino, entre otros). Y tal vez en esta frontera esté su logro mayor. No busca linajes ni acreedores, ni siquiera las fuentes de los saberes disciplinares: leer el film como psicológico es un empobrecimiento del mismo, muy conveniente por cierto. Tampoco su protagonista, Cassie (excelente actuación de Carey Mulligan), busca alianzas posibles. Un hecho aberrante suspende su vida, una forma de vida que para el sistema califica como muy prometedora. Y a partir de la catástrofe nace otra, con un único objetivo: la venganza. Venganza en solitario: no habrá “sororidad” ni “empoderamiento” ni trillados discursos neofeministas o hipocresías parecidas. Se podría afirmar que Cassie se mueve de la “civilización” hacia la “barbarie”, representada en la justicia por mano propia, poniendo en crisis, precisamente, estos conceptos. Ese proceso de demolición, de esta civilización que engendra monstruos respetables, se acrecienta hasta convertirse en una fuerza de destrucción total. Una muy atractiva incorrección política, de ella y del film. Tanto que suelo preguntarme por qué el “modo Cassie” no se aplicará con más frecuencia en la vida real.

(Psicópatas e impresionables, con alguna deuda pasada, abstenerse de ver el film)   


CINE / CONFIRMACIÓN

 Confirmación

La ficción de HBO narra el caso de Anita Hill y su denuncia por acoso sexual, sufrido hacía 10 años atrás, contra un juez, entonces su jefe, próximo a ser nombrado para el Tribunal Supremo. J. Biden, el actual presidente, dirigió las sesiones del comité investigador, que al parecer mantuvo en vilo a la audiencia de todo el país. 

La declaración de Hill estuvo poblada de detalles específicos sobre tamaños de partes íntimas, apodos, incitación a la pornografía, palabras soeces, invitaciones a salir, etc. por parte del juez. Este, afroamericano como su acusadora, no solo negó rotundamente los hechos sino que sostuvo que se trataba de un linchamiento público y que la principal razón era, precisamente, su ascendencia; hizo especial hincapié en que la mujer narró con lujo de detalles todos los estereotipos y prejuicios, a nivel sexual, que pesan sobre dicha procedencia. Siempre será difícil ser negro en este país, reflexionó en un momento de su intervención frente al comité (y los cientos de millones de espectadores), conformado por senadores demócratas y republicanos, todos blancos, rubios y probablemente de ojos azules. 

Según la ficción, el descargo que buscaba las razones de la denuncia en la pertenencia a una minoría, eternamente perseguida y prejuzgada, inclinó la balanza a favor del juez, que logró el cargo supremo una semana después. Hubo otra mujer, a la que no dejaron atestiguar, que también dijo que el hombre la había acosado. Este respondió que la tuvo que despedir porque la chica comentó sobre la homosexualidad de un compañero de trabajo. Después, solo personas que, de un lado y otro, afirmaban que era imposible que hubiera ocurrido lo que decía la parte contraria. Es decir, opiniones. A Hill la sometieron a un interrogatorio nada complaciente. Había dos cuestiones que levantaban suspicacia: una, que la mujer hubiera declarado justo la semana que se produciría la votación para el Tribunal Supremo, ¿por qué no habló antes en estos diez años?, quisieron saber. La otra, que ella lo había ido a visitar al juez, cuando ya no trabajaba para él ni aspiraba a carrera política alguna (era docente universitaria), en dos ocasiones. 

Las preguntas que le hicieron en las sesiones, por otro lado, no diferirían demasiado a las que plantearía cualquier abogado en un juicio frente a una denuncia de esa naturaleza. A la justicia se la representa con vendas en los ojos: esto habría que recordarles a “lxs” que vociferan por la “perspectiva de género”. Lo que ya es un disparate de por sí. Si hay delito, sea de un hombre hacia una mujer o viceversa, el sistema jurídico siempre exigirá pruebas. Que tendrán que ir más allá de la palabra del denunciante, si no queremos volver a una caza de brujas. 

Ser mujer no es un privilegio, mucho menos un instrumento para que poderes en las sombras instauren un sistema policial de pensamiento, una moralidad y cultura victorianas y, encima, un lenguaje absurdo, que solo agrietan las posibilidades de una vida solidaria. El acoso que todas padecimos y padecemos todavía responde a un modelo de sociedad, apañado y alentado durante siglos por ambos “géneros”. 

El cambio tendrá que venir desde abajo, desde las estructuras básicas. Incluidas la educación y las costumbres y conductas domésticas. Y por supuesto, de las mismas mujeres y hombres, claro está. Unos, no usando el poder o la fuerza física para revertir un “no”; las otras, no usando su condición de mujeres para lograr privilegios o vías rápidas para acceder a trabajos, ascensos, cargos, títulos, etc. Alguien tenía que decirlo, ¿no?