RELATO | ZENDA
LIENDIVIT
Historia
de un error
La historia no siempre es avara; entre sus intersticios
suelen hallarse residuos dispersos que, por descuido o por sabiduría, quedaron
al margen de cualquier encadenamiento lógico.
En el Archivo General de la Nación de Buenos Aires me topé con un
curioso documento. Era una carta firmada por el Gobernador de Tucumán Alonso de
Mercado y Villacorta, dirigida al Rey de España y fechada el 2 de enero de
1667. El texto narra la batalla librada contra los indios acalianes en los
valles calchaquíes. Según parece, este grupo había retornado a sus tierras
desoyendo el extrañamiento impuesto por el ejército español durante las
campañas de 1665. Se afirma que la lucha fue cruel; el empecinamiento indígena,
mortal, y el resultado, la victoria de los hombres del gobernador y un nuevo y
definitivo desalojo. Algunas familias acalianes optaron por el suicidio ante la
inminente derrota; según el firmante, decidieron: “…sustentar con sus vidas el
infiel ánimo de esta rebelde terquedad…”. Meses más tarde, desde los valles tucumanos, Juan Gualimay
me informaba de la existencia de ciertos papeles que podrían llegar a
interesarme. Como ávido lector de relatos, el hombre conocía mi costumbre de
escribir acerca de grandes hechos históricos. El 3 de febrero de 1990 llegué a
Tafí del Valle, el pueblo de Gualimay. Tafí es un lugar donde la belleza y la
vecindad con las nubes juegan peligrosamente en contra de la razón. Durante mi
estancia tuve que lidiar con la escases de oxígeno y el apunamiento –ese estado
de la mente en que las cosas se tornan vagamente irreales.
Juan Gualimay hablaba poco; con la actitud casi mística de
los hombres de tierra adentro se limitó a alcanzarme los misteriosos papeles.
Eran cinco cartas amarillas y bastante estropeadas; estaban firmadas por un tal
Diego de Cevallos, capitán del ejército español, y remitidas a un incierto “Muy
Señor mío”. Los textos hablaban de un largo proyecto, de un pacto secreto
indio-español, de un repentino cambio de rumbo y de un oráculo caprichoso. El
tono variaba de acuerdo a las épocas: triunfalista en las primeras,
apesadumbrado en las últimas. En cada posdata, el firmante rogaba la
destrucción de la respectiva misiva. Gualimay no estuvo muy locuaz a la hora de
explicar cómo habían llegado a sus manos; vagamente mencionó un arcón olvidado
en casa de parientes lejanos. No llegué a saber tampoco si el hombre se daba
cuenta cabal de lo que significaba su hallazgo; sospecho que no, puesto que
decidió confiárselo a una escritora de ficciones y no a estudiosos en la
materia. Después de varias lecturas –el castellano antiguo acentuaba las
dificultades- pude armar el secreto episodio que, inexplicablemente, había
burlado el registro histórico.
Cierto tiempo anterior a 1492 los indios calchaquíes habrían
recibido del adivino un oráculo cósmico: la futura destrucción del mundo actual
y la posterior creación de una nueva raza. Desde muy lejos vendrían seres que
fusionarían su sangre con la sangre del lugar. Este punto merece especial
atención para Cevallos. Al parecer, el vaticinio había sido contundente: los
extraños no debían ser sometedores ni sometidos. La razón era clara; la raza
emergente necesitaba una fusión jerárquicamente igualitaria; la recreación no
admitía el vasallaje como institución fundante. Este principio de igualdad
impuesto por los dioses condicionó los hechos posteriores. Previa consulta al
oráculo, cada vez que una expedición se aventuraba en tierras calchaquíes era
ferozmente repelida por no tratarse del grupo esperado. Hasta que llegaron los
españoles y la historia tomó otro rumbo. El adivino falló a favor de los nuevos
invasores y el oráculo empezó a cumplirse.
Diego de Cevallos habla en sus cartas de tres pasos
sucesivos y a veces, simultáneos: la conquista, la colonización y el acto
final. Afirma que para la conquista estaba previsto el derramamiento de sangre;
la guerra era para los temibles habitantes de los valles una cuestión sagrada.
La destrucción vaticinada se trataría entonces de un largo enfrentamiento con
ribetes olímpicos, un juego en el que cada parte expondría su poderío, donde
habría lugar para los actos de heroísmo, las conciliaciones, las traiciones y
–como en todo juego- para los grandes simulacros. La colonización debía ser
pausada, arbitraria pero lenta; los nuevos tendría que acostumbrarse al clima,
al idioma, a los usos, a la geografía. Aquí se apelaría a los gestos amistosos,
a los intercambios de todo tipo y hasta a los asuntos amorosos. El destino, en
cambio, se ocuparía del acto final. En algún momento surgiría el hombre, la
situación y el campo propicios para consumar el enlace entre los dos mundos.
Nuestro confidente deja entrever que sería un acto simbólico, el año cero de la
nueva era. En qué instante Diego de Cevallos se dio cuenta de que él
era el hombre, el gobierno de Mercado y Villacorta –con sus campañas de
extrañamiento- la situación y 1659 a 1667 el tiempo, lo ignoro. Está clara su
participación como ferviente aliado en el pacto; no hay alusión alguna a que
sus acciones pudieran llegar a representar una traición a la Corona. Menos
clara es la del Gobernador, aunque existen motivos para creer que permaneció
ajeno e ignorante a cualquier alianza (por ejemplo, toda la documentación
existente y conocida sobre el tema). Están descartadas por completo las del
Rey, el Virrey y allegados directos. Sobre la colaboración del ejército los
datos son confusos: hubo soldados aliados, otros, opositores; el resto, no
estaba enterado. Con Cevallos en escena, el plan se puso en marcha. En primer
término, los indios procedieron a despoblar sus valles y a ocupar posiciones
estratégicas –Buenos Aires, Córdoba, Esteco-; las campañas de Villacorta fueron
utilizadas para tal fin. Una vez asentados en las ciudades, un grupo volvió a
sus pagos con la intención de iniciar la tercera etapa. Fue el pueblo de
Acalián. Aquí se destaca la extrema facilidad con la que rompieron el
cautiverio y burlaron al alicaído custodio español.
Dije anteriormente que las cartas de Cevallos irradian
optimismo; las cuatro primeras representan el canto a una victoria que se sabía
inminente. En la quinta carta, sin embargo, el tono se vuelve sombrío.
Examinemos los hechos: los indios acalianes, reunidos en sus fortalezas,
debaten los pormenores del paso final –la idea es avanzar sobre las ciudades,
deponer las armas desde ambos frentes y decretar el nuevo día-; el ejército
español y aliado del pacto aguarda la orden del cacique; éste decide consultar
por última vez a sus dioses. Así narra Cevallos el inesperado desenlace:
“El oráculo, el mismo que antes nos había erigido como los
fundadores de la nueva raza, que había digitado cada una de nuestras acciones,
ese día –la víspera- se mostró adverso. Nosotros, los españoles, no éramos los
hombres esperados. El adivino había cometido un inexplicable error que como una
víbora ponzoñosa se arrastró durante más de ciento cincuenta años. De nada
sirvieron mis ruegos, de nada mis promesas de fidelidad, de nada tantos años…
En un último intento por salvar nuestro preciado proyecto, yo le comuniqué al
cacique que, de todas formas, nuestras sangres ya estaban mezcladas; que,
quizás, era ésta la mejor prueba de que los dioses ya habían perdonado el
error. Pero fue en vano, me contestó que nada bueno puede gestarse con un fondo
de falsedad. Optó entonces por la única salida digna de un calchaquí: decidió
eliminar la sangre pura que aún habitaba
la tierra. Y lo hizo de la forma que mejor conocía: nos dio la batalla más
encarnizada que haya librado español alguno. Las mujeres, fieles a sus hombres
y a los mandatos divinos, arrojaron de sus pechos a sus hijos hacia los
precipicios. Y fueron tras ellos. Yo doy fe…” . Cevallos agrega que los sobrevivientes de la última batalla
se encargaron de transmitir el mortal mensaje a los demás pueblos que aún
esperaban el gran día. Juan Gualimay por su parte me contó otros detalles que
no figuraban en las cartas; adujo tradición oral como única fuente: el complot
aliado se extendía hacia el norte, hasta el imperio inca; bajaba por el
Altiplano boliviano y enlazaba los valles calchaquíes ubicados en las actuales
provincias de Salta, Tucumán y Catamarca. Curiosamente, las fuentes se ocuparon
de no contradecir, en lo concerniente a los hechos, las cartas de Cevallos;
desde luego, son otros los enunciados. Además de los extrañamientos, las
reubicaciones, el retorno y la batalla cruenta, según las crónicas también hubo
extinciones. Para fines del siglo XVIII los calchaquíes habían desaparecido de
la faz de la tierra. Aducen razones varias. Devolví los papeles a Gualimay y, aunque
la maliciosa altura me obligó a retorna a Buenos Aires, me consta que el
secreto quedó enterrado en su indomable tumba.
(El presente relato fue publicado en el libro "Contratiempo o los vaivenes de la pasión", Zenda Liendivit / 1997)