Infecciones políticas
Cuando tras las PASO del año pasado, Macri se
lanzó a la epopeya del “si se puede”, recorriendo el país y culminando con una
manifestación multitudinaria en el Obelisco, desde este sitio afirmábamos que
algo se estaba construyendo más allá de los previsibles y casi seguros
resultados electorales de octubre. Ni el Pro ni sus socios tenían semejante
caudal propio para aquellas demostraciones de poder callejero. Menos aún, con
una gestión detrás, que había dejado al país jaqueado por tarifazos, altísimos
niveles de pobreza y desempleo, empresas quebradas y deudas siderales. Sin
embargo, el peligro que se avecinaba no era otro que el kirchnerismo duro, y
probablemente resentido, algo insoportable para la franja media (social y
geográfica) pero también insostenible para las poblaciones vulnerables (y
también para el costoso aparato publicitario) si el retorno venía “desfondado”.
Alberto F., a diferencia de Cristina F., supo amoldar el discurso según el
oyente y así convencer incluso a una derecha moderada que se entusiasmó con la
idea de que podría haber un gobierno a la europea. El idilio duró poco. El
primer temblor fue la reforma jubilatoria, medida copiada de su admirado
Macrón, que ya estaba sufriendo embates de los chalecos amarillos. Lo salvó la
pandemia y las primeras semanas, donde mostró pluralidad con la oposición en la
figura de Rodríguez Larreta, sentado a su lado. Duró bastante poco también. El
kirchnerismo, que jamás lo aceptó, estaba más apurado por otros temas: expropiaciones,
recaudación de fondos, impuesto a los ricos “por única vez”, reforma judicial,
venganza (llevada a cabo con una remake de la madrugada de los cuadernos) y
menos amistad con el enemigo, que crecía y podría dar disgustos el año próximo.
Ante el fracaso de esas medidas que tendrían que haber salido con relativa
facilidad, apañadas por el largo encierro y la fuga inexplicable de los otros
Poderes, la hostilidad gubernamental, esa que la clase media detesta tanto,
brilló con luces propias. El recurso de la culpa por contagios y
desobediencias, de las amenazas, los botones rojos, la política del miedo, el
patoterismo y la bravuconada no fueron más que la expresión de una impotencia:
la de Alberto Fernández que mostraba un rostro que hubiera espantado en
octubre. Desde este sitio también afirmábamos que no había que subestimar al
adversario. Que Macri parecía pero no lo era. Que las estrategias no siempre
son visibles y muchas veces, en la política, simular cierta torpeza rinde más
frutos que presumir inteligencia. Es indudable que la oposición, que no cuenta
ni contará jamás con la base popular del peronismo, allanó el camino y lo dejó
a Alberto pero también a la silenciosa Cristina, y a sus impresentables
voceros, que simplemente “sean”. Como resguardo, tenía garantizada aquella
multitud que acompañaría en caso de que el pasado amenazara con retornar. Ayer
la progresía volvió a perder las calles. Que aquí como en buena parte del mundo
occidental y urbano está siendo tomada por desencantados, desobedientes y
descreídos de ideologías de manual que solo funcionan ahí, en los manuales.
Confundirlos con la derecha sería otra necedad. Muy estilo K.