Los miserables
¿En qué momento empezamos a volvernos
miserables? Pregunta que me desvela desde hace bastante tiempo. Como no creo en
la excusa del patriarcado, tengo que buscar por otros sitios. Oscuros, sin
dudas. En la muy interesante (hasta ahora) miniserie italiana “My brilliant
friend”, hay una situación que me retrotrae a mis primeros acercamientos a la
educación. Ocurre en Génova, en un pueblo pobre. Lila es hija de un zapatero,
apenas en la escala socioeconómica un poco por
debajo de Elena, las grandes amigas. Lila no puede seguir el bachillerato:
tiene que ayudar en el negocio del padre. El hermano, que odia el estudio, se
ofrece a trabajar más para que la chica, que es brillante, pueda seguir. Los
padres (estereotipos del "italiano bruto") los convencen a golpes de
que ambos deben ganar dinero; a la chica incluso la tiran por la ventana y le
rompen un brazo. Elena, por su parte, es solo buena alumna. También quiere
seguir el bachillerato. El padre, procurador, está de acuerdo, a pesar del
sacrificio económico. Ve potencial en la niña. Sorpresa: es la madre la que se
opone. Tiene que trabajar, ¿para qué estudiar? ¿Ficción? No estoy nada segura.
Furia. Como dice la misma Elena (ya de adulta), la rabia de la mujer crece,
avanza y no se va con el tiempo. El hombre explota y se olvida. ¿Machismo? No
estoy segura. Más bien creo que ambos “géneros” absorbieron el mandato y
ocuparon, cada uno, el rol que más convenía para el funcionamiento eficiente
del "negocio familiar". El que garantizaba que el sistema se reprodujera
sin fisuras. Como sería, por ejemplo, que una niña pobre y brillante se
inclinara por la lectura de autores inmortales antes que remendar zapatos. La
incultura de los padres no es atenuante: es sí, el paraguas protector contra
futuros reclamos. De los hijos infelices que siguieron el mandato y de aquellos
que aún rompiéndolo detrás de sueños poco redituables, fueron vistos como traidores a la "causa".