
miércoles, 31 de marzo de 2010
Viajes / Río (2)
Rocinha
Río de Janeiro es un infierno, son cerca de las tres de la tarde y el sol pega de lleno en el cuerpo. Estamos en un puente peatonal sobre la Autopista de Gávea, de espaldas a Sao Conrado, justo frente a las alturas de Rocinha. A nuestros pies se levantan el centro de salud, el artesanato, el campo de deportes y la estación transformadora de electricidad, ubicados en las inmediaciones de la favela y construidos para su población. Dos niños, con uniformes deportivos, nos piden salir en las fotos. Posan, nos agradecen con una sonrisa enorme y se van. Todo lo que hay aquí lo hicieron los habitantes de Rocinha, nos dice el encargado del atelier de arte en un portugués acelerado. Delantales, vasijas, cuadros, artesanías de material reciclable y de trazo infantil, casi como tareas escolares. Rocinha apabulla por perseverancia; no se sabe bien si la geografía natural venció a la arquitectura del hombre o si fue abatida por ésta. Las casas trepan, se multiplican, se expanden en todas direcciones, reducen su espacio entre ellas y respetuosas del morro, siguen sus ondulaciones hasta no dejar rastros de él. Recién arriba, bien arriba, éste vuelve a emerger verde, gris y todavía infranqueable. En el otro extremo, una serie de edificios en torre bordea la autopista, se erige como lanzas hacia el cielo y certifica, por materialidad y modos de ocupación del suelo y del espacio, su no pertenencia a la comunidad de pobres que tiene enfrente como remate de sus visuales. Orden y anarquía, distancia y hacinamiento, la sagrada línea recta y el maldito camino de los asnos de Le Corbusier, articulados por una autopista que los conecta y aísla, los enfrenta y concilia, los acelera, desbarata y reorganiza según sus tiempos a los que unos se integran y el otro resiste.

lunes, 29 de marzo de 2010
Viajes / Río de Janeiro
LAPA
Una noche en la Rua do Lavradio
Una noche en la Rua do Lavradio

domingo, 7 de marzo de 2010
CINE / Petit freres
Infancia rabiosa
Illie yTalía se conocen en Pantin, en una de sus tantas huídas del hogar. Pantin es un suburbio parisino conformado por bloques de edificios construidos en serie, con plantas bajas desoladas, donde la vida discurre entre el delito y el aburrimiento en un presente absoluto. Allí la policía entra y sale corriendo: su única ventaja es el factor sorpresa frente a las hordas que no dudan en enfrentarla a golpes o desorientarla a través de una arquitectura rutinaria que funciona como elemento defensivo. Sus pobladores son inmigrantes que se visualizan como tales –los árabes, los negros. Talia vive en París con un padrastro pedófilo, una mamá negadora y una hermana pequeña abusada. Ella, sin embargo, no se anda con vueltas, roba a mano armada, aprieta el gatillo cuando la molestan, devuelve los golpes que le propinan los varones y hace encarcelar al padre abusivo. También se enamora de Illie -un Silvio Astier francés que sueña con aventuras bandoleras mientras se dedica al hurto y al pillaje a pequeña escala. Juega como la niña que todavía es y mira al mundo con ojos ligeramente extranjeros. A veces duerme en una cama; otras, en el umbral de algunos de los infinitos edificios iguales, de los barrios iguales de la Pantin proletaria. Talía recorre la ciudad en metros y trenes, en bicicletas, motos y ponys robados. Corre por escaleras, estaciones, calles y veredas, y se siente como en casa: los problemas surgen cuando intenta asentarse en algún lado. La banda de niños de Hermanitos, de Jacques Doillon, pertenece a esas legiones de pobres que recurren al nomadismo urbano como estrategia de supervivencia. No conforman aún una mafia organizada, como los chicos mayores, los dueños del barrio. Están en una zona intermedia en la que tanto pueden jugar al gallito ciego, soñar con casarse de blanco y vivir enamorados, como desear ser a través del crimen. Y de heredar y legar, como destino inexorable, esa existencia prontuariada.
Illie yTalía se conocen en Pantin, en una de sus tantas huídas del hogar. Pantin es un suburbio parisino conformado por bloques de edificios construidos en serie, con plantas bajas desoladas, donde la vida discurre entre el delito y el aburrimiento en un presente absoluto. Allí la policía entra y sale corriendo: su única ventaja es el factor sorpresa frente a las hordas que no dudan en enfrentarla a golpes o desorientarla a través de una arquitectura rutinaria que funciona como elemento defensivo. Sus pobladores son inmigrantes que se visualizan como tales –los árabes, los negros. Talia vive en París con un padrastro pedófilo, una mamá negadora y una hermana pequeña abusada. Ella, sin embargo, no se anda con vueltas, roba a mano armada, aprieta el gatillo cuando la molestan, devuelve los golpes que le propinan los varones y hace encarcelar al padre abusivo. También se enamora de Illie -un Silvio Astier francés que sueña con aventuras bandoleras mientras se dedica al hurto y al pillaje a pequeña escala. Juega como la niña que todavía es y mira al mundo con ojos ligeramente extranjeros. A veces duerme en una cama; otras, en el umbral de algunos de los infinitos edificios iguales, de los barrios iguales de la Pantin proletaria. Talía recorre la ciudad en metros y trenes, en bicicletas, motos y ponys robados. Corre por escaleras, estaciones, calles y veredas, y se siente como en casa: los problemas surgen cuando intenta asentarse en algún lado. La banda de niños de Hermanitos, de Jacques Doillon, pertenece a esas legiones de pobres que recurren al nomadismo urbano como estrategia de supervivencia. No conforman aún una mafia organizada, como los chicos mayores, los dueños del barrio. Están en una zona intermedia en la que tanto pueden jugar al gallito ciego, soñar con casarse de blanco y vivir enamorados, como desear ser a través del crimen. Y de heredar y legar, como destino inexorable, esa existencia prontuariada.
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