Vértigo
y ruina
Trepada
a lo alto de la pirámide de Cobá, en México, me asomé al abismo. Euforia, vértigo y
terror. Subir fue dificultoso. Pero allá en la cima, recién allí, una percibe
que la cuestión no es el ascenso. No podía mover un músculo del cuerpo. Nada
respondía a los mandatos del cerebro: “buscá una solución, movete, girá, ladeá,
investigá, retrocedé, quieta, avanzá, esperá…”. El mundo se me venía
encima, casi como cataclismo cósmico de sentido inverso, puesto que estaba en
la cima. ¿Lo habrán planificado adrede? ¿Habrá sido una estrategia
sacrificial, una emboscada (y no en el sentido de Jünger, aunque tal vez habría
que rever esto último), una medida precautoria para los futuros conquistadores?
Una pendiente a ratos imposible, una indecisión desinstalada, un quiebre del
tiempo y del espacio que mientras promete el cielo empuja perentoriamente hacia
aquel suelo remoto y desfondado. Cuerpo traccionado, al
borde de la disolución. Un exerimentado viajero me dio las indicaciones para el
descenso. Bajé. Y claro, del vértigo y la embriaguez pasé a la inevitable ruina:
esto es, aproximadamente, lo que siento cuando me enfrento a la escritura de un
libro.