Las épocas de Gilda
“¡Gilda!”, escucho (y
leo en los cartelitos) que alguien llama. Detengo el zapping en seco: me había
topado en plena madrugada con esa película que en mi infancia mamá nombraba
con frecuencia, junto a tantas otras. Nunca pude, sin embargo, darle rostro e
identidad a aquellos nombres inmortales que las protagonizaban: se me mezclaban
en el recuerdo y cada vez que veía algún film en blanco y negro, intentaba adivinar el nombre del actor o de la actriz que, sabía, habían sido estelares en su momento. Entonces, aparece Gilda en la
pantalla (al actor masculino, que interpreta a Johnny Farrel, no lo hubiera podido
sacar ni aunque me torturaran. Después supe que era Glen Ford). Gilda. Veo ese
rostro precioso que apenas con un mohín, una mirada, deja el lugar hecho
escombros. Gilda y ese baile sacrílego que debió haber hecho tambalear las
estructuras morales de la época. Gilda, esa mujer que usaba su poderoso cuerpo
para conseguir fines, o aún “peor”, solo para divertirse, pero que al final, casi
siempre hay un final feliz y blanco en este Hollywood de los años 40, era solo escenografía. Acto puro. Simulación
por amor. Gilda, nada menos que en Buenos Aires: por fin la conozco, justo cuando
el film y el personaje están, probablemente, a punto de caer bajo las nuevas normativas
morales de este feminizado siglo XXI. Esas que dictan que la obra fue escrita y producida por el
patriarcado. Destino ineludible de hoguera, entonces.