Salario vital y móvil
La cuestión de la independencia tanto en los medios de comunicación como en los centros de producción de ideas es fundamental en la vida cultural de un país, así sea en un periódico o en una universidad pública. Si dos asalariados se encuentran a discutir, y sus patrones están en bandos opuestos, nada muy inteligente saldrá de allí. La escena cultural argentina está poblada de estos pseudo debates donde la trivialidad, la ligereza, el eslogan y el poco rigor priman por necesidad, digamos, por cuestiones de supervivencia y fidelidad. Estas contiendas supuestamente plurales, supuestamente democráticas, enturbian adrede las posibilidades liberadoras del pensamiento porque se enuncian desde lugares donde se espera un producto diferente al lugar común o al palabrerío. Representan una forma de traición solapada, una pedagogía de la dependencia que tan bien analizó Martínez Estrada en su propia época. Nada se puede esperar de intelectuales o comunicadores comprometidos con los poderes de turno, no importan los lauros con los que se llegue o los largos currículums que se ostente (que dicho sea de paso, también deberían revalidarse de vez en cuando). Salvo algún ring tone popularizado en cuestión de minutos o una catarata de caracteres que se destruirá enseguida. O la sensación de que la indigencia cultural avanza, con sus fervientes predicadores, como el mismo desierto y sin ningún oasis a la vista.
domingo, 29 de mayo de 2011
miércoles, 25 de mayo de 2011
TAXI DRIVER: EL HOMBRE HÍPER MODERNO
¿Me
hablas a mí?
El hombre está de pie frente al espejo. Gesticula, amenaza, insulta. De pronto el silencio y el famoso interrogante: ¿Es a mí? ... Entonces, ¿a quién demonios le hablas si no es a mí? Aquí no hay nadie más que yo, prosigue asombrado. Y sí, allí no hay nadie más: la expresión es literal porque solo está él y ese replicar tácito que adquiere identidad propia y que, por la misma ausencia, violenta a su emisor. Aunque parezca lo contrario, el personaje de Taxi Driver no ensaya frente al espejo una posible reacción frente a la sociedad corrupta. No es exactamente la ciudad miserable de afuera la que está allí, imaginada frente a él, sino su desesperante desconexión a la que, de alguna forma, habrá que ponerle fin. Travis se encuentra y se pierde en esa devastación que lo impulsa a la masacre. Por eso irá tras los monstruos que le devuelve el espejo y que, por ese paulatino distanciarse de la razón, intuye forman parte de él mismo. Más allá de la frase y la imagen retaceadas, no escuchada ni vista por nosotros, todo queda abolido frente a esa pregunta tan moderna, ¿es a mí? Recién allí, en su cuerpo interceptado por su propia mirada, que se transforma en otra y que concentra la multiplicidad de lo creado, y la obviedad de la respuesta, todo se referirá a él, podrá por fin, por derecho propio, intervenir frente a esa violencia esquizofrénica que le dirige la palabra. A él, siempre a él. Aquí hay un hombre, dice y así se convierte en un sujeto híper moderno, intercepción de un mundo pasado, la guerra, los ideales, con la feroz fragmentación presente, conexión pura, autoreferencial, cinta que como la de Misión Imposible, y como cualquier comunicación actual, se autodestruirá en apenas unos segundos. domingo, 8 de mayo de 2011
MÁS NOTAS SOBRE LA ACADEMIA
La utilidad de la estupidez
Todo sistema necesita de aquellos elementos que la cultura popular suele denominar como estúpidos útiles. Esto no se refiere, desde luego, a alguna patología cerebral sino a una postura frente a las leyes que rigen el funcionamiento de aquéllos. El estúpido entendido en el sentido en que no cuestiona nada de lo que recibe como herencia y la acepta, la difunde y defiende como verdad revelada. Esta estupidez es el salvoconducto de supervivencia de cualquier poder que se pretenda hegemónico. La Academia, como toda estructura que debe perpetuarse para cumplir no solo con la producción sino con la transmisión de saberes, necesita, en principio, que ningún elemento la cuestione en sus formas, que la aceptación de sus cánones sea absoluta y que el espacio de creación individual se vea replegado a los límites de sus propios alambrados. Para ello, y tal vez como en ningún otro caso, es en el lenguaje donde se ejerce esta forma de sumisión útil. El lenguaje académico, como todo lenguaje de gueto, funciona como contraseña y señal de pertenencia. Esa es su fuerza y su poder de seducción. Ofrece una forma sólida, un perfil definido, un nombre propio, frente a la pesadillesca indiferenciación de la realidad. Configura el destino del alumno desde que éste pone un pie en sus claustros y le garantiza, siempre a través de esta obediencia debida, un futuro asegurado y sin fisuras. Instaura a fuerza de términos, reglas y requisitos gramaticales un territorio de lo pensable. El educando, en cualquier nivel en el que se halle, debe amoldar sus ideas a esta complejidad escritural fabricada a priori. El poder de la Academia no radica, sin embargo, en esta sumisión obligatoria sino en la posibilidad anticipatoria de garantizar la exclusión de cualquier elemento rupturista, de cualquier quiebre o desmadre que la ponga en riesgo. Lo que al fin y al cabo garantiza la Academia a la época es que de sus claustros difícilmente saldrá algo diferente que cuestione el status quo del sistema que la configuró a ella misma (la Academia no es un ente inmutable a través de los siglos ). La estupidez útil resguarda el orden donde ella está inserta y aunque le niegue la posteridad a sus elegidos y difusores, les ofrece un sistema de vida, un orden de valores y un lenguaje propio, una tranquilizadora comunidad de pares donde se sueñan revoluciones rigurosamente vigiladas.
Todo sistema necesita de aquellos elementos que la cultura popular suele denominar como estúpidos útiles. Esto no se refiere, desde luego, a alguna patología cerebral sino a una postura frente a las leyes que rigen el funcionamiento de aquéllos. El estúpido entendido en el sentido en que no cuestiona nada de lo que recibe como herencia y la acepta, la difunde y defiende como verdad revelada. Esta estupidez es el salvoconducto de supervivencia de cualquier poder que se pretenda hegemónico. La Academia, como toda estructura que debe perpetuarse para cumplir no solo con la producción sino con la transmisión de saberes, necesita, en principio, que ningún elemento la cuestione en sus formas, que la aceptación de sus cánones sea absoluta y que el espacio de creación individual se vea replegado a los límites de sus propios alambrados. Para ello, y tal vez como en ningún otro caso, es en el lenguaje donde se ejerce esta forma de sumisión útil. El lenguaje académico, como todo lenguaje de gueto, funciona como contraseña y señal de pertenencia. Esa es su fuerza y su poder de seducción. Ofrece una forma sólida, un perfil definido, un nombre propio, frente a la pesadillesca indiferenciación de la realidad. Configura el destino del alumno desde que éste pone un pie en sus claustros y le garantiza, siempre a través de esta obediencia debida, un futuro asegurado y sin fisuras. Instaura a fuerza de términos, reglas y requisitos gramaticales un territorio de lo pensable. El educando, en cualquier nivel en el que se halle, debe amoldar sus ideas a esta complejidad escritural fabricada a priori. El poder de la Academia no radica, sin embargo, en esta sumisión obligatoria sino en la posibilidad anticipatoria de garantizar la exclusión de cualquier elemento rupturista, de cualquier quiebre o desmadre que la ponga en riesgo. Lo que al fin y al cabo garantiza la Academia a la época es que de sus claustros difícilmente saldrá algo diferente que cuestione el status quo del sistema que la configuró a ella misma (la Academia no es un ente inmutable a través de los siglos ). La estupidez útil resguarda el orden donde ella está inserta y aunque le niegue la posteridad a sus elegidos y difusores, les ofrece un sistema de vida, un orden de valores y un lenguaje propio, una tranquilizadora comunidad de pares donde se sueñan revoluciones rigurosamente vigiladas.
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