Desgarros
El problema actual no es que hoy día todo autor quiera ser un
maldito para ganar notoriedad o buscar la diferencia. El problema es que lo
maldito no radica ni en la voluntad de serlo ni mucho menos, en aferrarse a aquellos
ya universalmente, o por lo menos, localmente, aceptados como tales. En la
escritura, literaria o ensayística, el proceso de ósmosis funciona de otra
manera. Algo remoto escuchamos de ese otro que nos interpela en algún momento, nos
sentimos aludidos, y nos obliga a la internación. Palabra curiosa: nos
internamos en esa lectura y a la vez, nos des-internamos del mundo. Ese proceso
será definitivo: o salimos curados de aquella escritura que nos cautivó, y
probablemente a partir de allí, la nuestra adquiera saludable (y maldita)
independencia deudora. O quedamos atrapados en sus redes, como repetidores o
hermeneutas eternos de una gloria ajena. En una entrada anterior de esta columna decía
que la seducción de la escritura procedía de un desgarro; y que la escritura
que quería ser seductora, de una simulación. Sin conciencia de ese desgarro, queda la interpretación,
la divulgación, la fidelidad eterna hacia aquel que nos habló pero del que, a
falta de turbulencias interiores propias, no pudimos sacarnos las protectoras redes
de encima. El mal sin embargo no es una calificación ética, una ostentación de
tropelías, un inventario de atrocidades socialmente “mal vistas”. Ni mucho
menos esa mirada de manual, mal de la época, donde se piensa desde la
diferencia, lo raro, la extrañeza, etc. El mal tiene su origen en aquel diálogo fracturado que encontró interlocutores válidos, pasados remotos comunes, a
veces infernales, conformando espacios de libertad posibles dentro del
imposible afuera. Pero se sabe: la desgarradura no siempre puede
autoreconocerse de la noche a la mañana. Para tal carencia, está la especialización, palabra sagrada y moderna como pocas, la farmacopea
de la escritura enclaustrada o efectivas recetas provenientes de
los mercados. Que formatean malditos en serie o arrobados admiradores que
aspiran a la imposible “confusión” con el autor de sus desvelos. Más adelante
resolveremos esta supuesta carestía de desgarrados en una época, como la
moderna, que los produce casi en forma exclusiva.