Crónicas rosarinas
Lunes a la mañana en la bucólica ribera rosarina: pasó el malón del
fin de semana, quedan los “aeróbicos”, las madres con niños pequeños y algunos
turistas internos que hacen picnic. El calor todavía no se siente (al mediodía
será insoportable y a la noche se largará la tormenta anunciada). La cámara de
fotos (ni el celular ni la hogareña, la profesional) inspira deseos solidarios.
Si necesito algo, si busco alguna dirección, etc. Ocurre en todos los lugares
del mundo. Me aconsejan que aquí "en Rosario" -hacen hincapié en el nombre-, no
conviene tenerla tan suelta. Tienen razón, la llevo colgada casi como extensión
del brazo, medio olvidada hasta el próximo disparo. Sí, me aclara uno, hay
mucha relación del río con la ciudad. Sobre todo el fin de semana. Además, hay
colectivos que te dejan justo aquí, agrega. Vengo siempre con mis amigas,
llegate hasta los silos de colores y bajá al restaurante, es un belleza, me
dice una señora. La ribera se extiende hacia el privilegiado norte (hasta
rematar en Ciudad Ribera), enlazando situaciones que mezclan consumo, ocio y
arte (o tal vez, todo es lo mismo) como para despabilar de tanto en tanto al
transeúnte. Imagino que en pleno verano esto debía ser un hormiguero. Pero en
muy pocos lugares se permite el descenso al río. No solo por el peligro que
implica la correntada: aún perviven algunos asentamientos que, indiferentes a
la opulencia de arriba, viven una relación estrecha con el Paraná. Traidora esta
ribera reciclada que los esconde y los erradica, pienso parafraseando la
muestra de Jacoby en el Museo de Arte Contemporáneo. Que está precedido por una
escultura espantosa de Minujín. En fin, la receta universal y sus virus resistentes, sello de toda gran metrópolis.
A la noche, en un bar, leo los titulares de La Capital. El paraíso tiene límites
bien definidos.
Fotos: Z.L. (8/10/18)