lunes, 8 de octubre de 2018

CRÓNICAS ROSARINAS

Crónicas rosarinas


Lunes a la mañana en la bucólica ribera rosarina: pasó el malón del fin de semana, quedan los “aeróbicos”, las madres con niños pequeños y algunos turistas internos que hacen picnic. El calor todavía no se siente (al mediodía será insoportable y a la noche se largará la tormenta anunciada). La cámara de fotos (ni el celular ni la hogareña, la profesional) inspira deseos solidarios. Si necesito algo, si busco alguna dirección, etc. Ocurre en todos los lugares del mundo. Me aconsejan que aquí "en Rosario" -hacen hincapié en el nombre-, no conviene tenerla tan suelta. Tienen razón, la llevo colgada casi como extensión del brazo, medio olvidada hasta el próximo disparo. Sí, me aclara uno, hay mucha relación del río con la ciudad. Sobre todo el fin de semana. Además, hay colectivos que te dejan justo aquí, agrega. Vengo siempre con mis amigas, llegate hasta los silos de colores y bajá al restaurante, es un belleza, me dice una señora. La ribera se extiende hacia el privilegiado norte (hasta rematar en Ciudad Ribera), enlazando situaciones que mezclan consumo, ocio y arte (o tal vez, todo es lo mismo) como para despabilar de tanto en tanto al transeúnte. Imagino que en pleno verano esto debía ser un hormiguero. Pero en muy pocos lugares se permite el descenso al río. No solo por el peligro que implica la correntada: aún perviven algunos asentamientos que, indiferentes a la opulencia de arriba, viven una relación estrecha con el Paraná. Traidora esta ribera reciclada que los esconde y los erradica, pienso parafraseando la muestra de Jacoby en el Museo de Arte Contemporáneo. Que está precedido por una escultura espantosa de Minujín. En fin, la receta universal y sus virus resistentes, sello de toda gran metrópolis. A la noche, en un bar, leo los titulares de La Capital. El paraíso tiene límites bien definidos. 
 
















Fotos: Z.L. (8/10/18)