En primera persona (2) / Autopsias
Los primeros síntomas de la enfermedad mental que me acompañaría
toda la vida surgieron alrededor de los 9 años. Un tiempo después, mi abuela
había recomendado una visita al psiquiatra. Nada menos factible en la
atmósfera familiar, social y política de mediados de los años 70, cultivada a
fuerza de violencias silenciosas y tabúes, y que poco después concluiría en catástrofes y
exilios (esta dimensión colectiva será tema de próximas entregas).
Un maltratador siempre intuye este tipo de historias
familiares. Como lobo tras el cordero, olfatea el descalabro de ese tiempo de
construcción del alma, de incorporación de mecanismos reflejos que tenderán a
repetirse con extrema facilidad y que le darán libertad de acción. Lejos del tan
de moda concepto de transferencia (el maltratado/a ve en sus relaciones la
figura del padre o madre que lo maltrató), anida otro mucho más racional: el maltrato sufrido no constituye una cuestión exclusivamente personal o privado puesto que la figura del maltratador es una tipología cuyo
fin principal en la vida es absorber la vitalidad de los otros, un parásito que
necesita del anfitrión para vivir y sobrevivir en un mundo donde la
exteriorización de esa crueldad está, o debería estarlo, penada por contrato.
Quebrar este círculo vicioso, o destino, no siempre implica la fuga o el
rechazo “saludable”; también incluye aceptar el desafío que no se pudo asumir en la infancia.
En el caso de las relaciones de pareja surge entonces una variante singular,
muy alejada de los ideales románticos o del pragmatismo económico. Se entabla
una suerte de lucha de poderes en donde los roles del acreedor y del deudor se
intercambian, y se fomentan, según las estrategias y las historias de cada uno.
Pero sobre todo, cómo cada uno se ubica frente a dichas historias. La única
constante es que existe una deuda a saldar, una indemnización a cobrar, que se
acrecienta con el tiempo y que exige resolución. Pero no es solo el pasado
personal el que reclama sino, por aquella definición tipológica, también el colectivo.
El desorden mental, creativo a veces, destructivo casi siempre, hace acto de
presencia, entonces, como memoria y a la vez, como resguardo. Cuando llega el
momento de desplegar lo aprendido. De desmantelar ese engranaje que se refugia
y activa en la impunidad inexpugnable de lo privado. Porque todo maltratador es
un estafador que rara vez deja pruebas en el camino (sí, por lo general, un
tendal de víctimas que suelen padecer de afasia para expresar esa violentación
sistemática y reiterada). La peor emboscada en la que puede caer entonces será
toparse con un lobo con piel de cordero que, tarde o temprano, lo pondrá en
evidencia frente a los otros. Y este poner en evidencia no implica,
necesariamente, llevarlo frente al estrado sino en develarlo como construcción
tipificada en donde el instinto que se enseñorea a resguardo del secreteo
pierde toda razón de ser. no hay nada más frustrante y desmovilizador para un
maltratador que se conozcan las cartas con las que juega. Pero este proceso no
es sucesivo como la escritura, no hay un narrador omnisciente que conoce de
entrada estos linajes de la crueldad, de la acreencia, de la deuda, de dispositivos
y engranajes. Son más bien inscripciones en el cuerpo que, en el mejor de los
casos, mientras van buscando la voz, la forma, el tono, el tiempo y el espacio,
se resguardan de la temida y esclavizante noción de “obsesión”, o de caer en la
trampa del parasitismo. O sea, volverse el otro, definirse por el otro y sus
tropelías (por ello, en estas relaciones, la monogamia o la fidelidad suele ser
una imposibilidad y la aparición de los otros, un reaseguro). Cuando se da con
las formas es porque el presente ya se transformó en pasado, en cadáver en rápido
proceso de descomposición sometido a una autopsia con vistas a futuro.
Domingo 27 de agosto de 2017