ZENDA LIENDIVIT
Según Merlina, la extraña mesera
que conocí en cierto bar de La Boca, perder el tiempo es mucho más difícil de
lo que uno cree; si se quiere, hasta imposible. La mujer se sabía autora de un
hallazgo y lo atestiguaba con su propia experiencia: veinte años de su vida se
le habían escabullido en apenas unos segundos. La última noche de mayo del año
1996 ella me habló así de aquel largo instante:
“No recuerdo el día exacto, 1976
era seguro. En esa época yo trabajaba en “Lo de Gapo”, una taberna sobre
Caseros, allí nomás del loquero, que pertenecía a Agapito Juárez, mi patrón. La
noche mentada venía rara; afuera el viento sur te calaba hasta los huesos. Mi
intención era volver temprano a casa pero Gapo se mandó una de las suyas; Gapo
y su temida contraseña:
--Merlina, bajá las persianas,
así la cana no jode –gritó. Y una larga noche de timba se me vino encima.
Después de todo, no era algo tan imprevisto, pensé; bastaba con echar un
vistazo al asunto: cuatro o cinco tipos atornillados a sus sillas, vaso en
mano, expresión aniquilada y aires de espera. El edicto se les venía encima y
ellos, ni amagues de dejar el boliche. Entonces surge ese taca-taca-taca cruel
de los dados contra el cubilete que levanta a los muertos y sella mi suerte. Ya
en ese momento se me antojó que tanta expectativa no podía ser sólo por
cuestiones de plata.
--“Hoy se viene en serio –me
había dicho Malena, la otra mesera, que presumía de cantante de tangos, por eso
el apodo.
--“¿Apuestan fuerte? –le
pregunté.
--“¡Lo que no tienen! –respondió
melodramática.
--“¿Y qué es lo que tienen esos?
–le retruqué.
Malena me miró con malicia pero
no contesto enseguida. ¿Qué podían tener esos desgraciados –elucubraba yo—si se
la pasan entre changas, cirujeos y comisarias? Con aires de diva, la chica al
fin habló:
--“Gapo dice que él espera, no
sé qué pero él así dice.
Yo solté una carcajada.
Allí adentro el aire apestaba;
una mezcla infernal de tufo, alientos podridos y moscato embotaba los sentidos.
Y creo que fueron estos sentidos un poco retobados los que facilitaron el
milagro. Sucedió a las dos de la mañana; aquí llego al quid de la cuestión así
es que voy directo al grano, sin dislates innecesarios: yo sentí en carne
propia todo el esplendor de la experiencia creadora, y se me grabó a fuego. Estaba
de lo más aburrida, cabeceando sobre el mostrador y maldiciendo mi suerte,
cuando de repente sentí un olor insólito para ese contexto, un aroma antiguo me
despertó del letargo: era café con leche –leche de vaca recién ordeñada, no de sachet--.
Rápidamente impregnó el ambiente y se impuso con insolencia. Los demás ni
cuenta se dieron pero en mí obró inmediato efecto. Me empecé a sentir mal, como
con dolores de parto. Con ese malestar surgieron las primeras imágenes, por
llamarlo de alguna manera (reconozco que, al principio, el asunto se me tornó
indescifrable; no soy mujer letrada. Pero algo tenía visto de las enciclopedias
universales y de a poco fui cayendo en la cuenta). En una primera instancia,
las cosas se presentaron en estado puro; luego, en su versión, diríamos,
manufacturada. Así, el mármol, la piedra, el vidrio, el barro, la arcilla, el
ladrillo, adquirieron magníficas formas; el silencio inicial se volvió palabra,
las palabras se tornaron relatos, poemas, voces inolvidables; el lienzo se
cubrió de colores y de trazos magistrales, una y otra vez, cuerpos embriagados
de pasión se agitaban sobre interminables escenarios al compás de acordes
celestiales… Vi, oí, sentí, palpé todas las creaciones del hombre. La
enumeración es imposible, hasta vana. No se trataba de un inventario; tampoco
de un cristal donde se veía el universo entero –no, un Aleph no era--; tampoco
de una enciclopedia interactiva, un canal de cable o alguno de esos monstruos
tecnológicos que ahora están de moda. Se trataba de un acto, único, arrollador,
como un nacimiento múltiple; dolor conjugado con placer, así lo viví yo. Pero
la magia terminó y tuve que reintegrarme a la realidad. (Recuerdo que miré al
patrón, los tipos seguían jugando, y pensé, no sin cierto asombro:
“¡Y mi alma a tantos míseros
envidiaba, espantada,
que con fervor corrían al abismo
entreabierto,
y que ebrios de su sangre, prefirieran, de cierto,
el dolor a la muerte, y el infierno a la nada!”)
Más adelante te voy a hablar de
este retorno.
Pero a Gapo le abandonó su buena
suerte; mientras yo vivía en la gloria, él perdía su negocio debido a una
funesta combinación de números. Lo volví a ver, cierto tiempo después, en una
cantina frente al Lezama donde yo había conseguido nuevo trabajo. Ese día en el
parque había un grupo de artistas callejeros que armaba bastante alboroto –se
llamaba “Los pasajeros de los 90”--. Al patrón lo reconocí enseguida; estaba
sentado en un ángulo del salón, frente a una ventana, curioseando la función
que estaba por empezar. Decidida, me acerqué hasta su mesa; lo saludé, él se
limitó a decir mi nombre, y sin más preámbulos, como si ayer nomás nos
hubiéramos separado, lo encaré:
--“Gapo, ¿usted qué esperaba?
El hombre ni se mosqueó; se
quedó un rato en silencio hasta que, a manera de respuesta, me preguntó:
--“¿Hace cuánto que trabajás
aquí?
Confieso que dudé antes de
responder.
--“Desde que Ud. perdió el bar
–le dije--, ocho meses más o menos.
--“El tiempo pasa rápido
–sentenció—Hace una semana recuperé el boliche, si querés … el puesto está
vacante; Malena ya volvió.
--“¿Volver…?
--“Bueno, te pasaste toda una
vida allí adentro…
--“Fueron apenas cinco años –le
dije no muy convencida—Acuérdese que entré a mediados del 71 y me fui … el año
pasado.
El patrón me miró perplejo.
--“Y sí, yo también pierdo la
noción del tiempo, a veces –balbuceó casi para sí mismo. Luego apuró un trago,
se calzó la gorra, murmuró algo parecido a un saludo y se marchó.
Para completar mi confusión, una
frase empezó a martillarme la cabeza, “los pasajeros de los noventa, los
pasajeros de los noventa, los pasajeros de … los noventa, los pasajeros de… los
… noventa”, me susurraba despacito una voz premonitoria. Medio descreída,
busqué el diario del día. Me fijé en la fecha; decía: Sábado 4 de mayo de 1996;
errores de imprenta no había.
Era cerca del mediodía, la hora
de las sombras más cortas, cuando me empecé a reír, reía a carcajadas; la
clientela oscilaba entre el estupor y la lástima. Yo seguía riendo. Recién allí
me notificaba del asunto: me había quedado atornillada en los años setenta y de
golpe aterrizo en los noventa; habían transcurrido veinte años, toda una vida,
como diría Gapo.
La explicación a tal
desbarajuste temporal es sencilla: no hay tiempos perdidos. La famosa noche del
setenta y seis yo habité un contratiempo, así lo bauticé. Aquélla vez yo
percibí la creación y sus múltiples consecuencias; entre ellas, estaba el
tiempo. Es decir, el hombre creó al tiempo y después se creyó el invento. No sé
si por haraganería o por falta de imaginación pero cuando tuvo que definir su
forma, optó por la línea horizontal, rutinario y monótono hizo al tiempo. Pero,
¿y si fuera un círculo, un paraboloide hiperbólico, una elipse, un cono de
revolución…? Asunto de filósofos y científicos, pero recto y lineal no es; mi
brillante contratiempo así lo atestigua. Ante cada creación, nos maravillamos
como si fuera un hecho nuevo e irrepetible. Pero en verdad se trata de lo
mismo, de un acto único, que se enmascara, simula ser otro, y vuelve. Por eso
yo lo experimenté en apenas un instante; según el calendario pasaron veinte
años; a la humanidad le sigue tardando su existencia. Todo es cuestión de retornos,
de eso se trata. O acaso vos y yo, cuchicheando de cosas eternas, ¿no tenemos
todos nosotros que haber existido ya? Pero como soy desconfiada, no creo en las
vueltas metódicas, gobernadas por las matemáticas, los dioses o las condiciones
climáticas; no, la cuestión es más casual, impredecible y simple. Tanto como …
una simple echada de dados.”
Asi me habló Merlina. Alrededor
de sus palabras quedaron flotando innumerables interrogantes. Me pregunto,
siguiendo su teoría, si los contratiempos serán atrapables; si alguna vez
llegaremos a dar con el instante único de las grandes pasiones, por ejemplo.
Pensé en el amor; recordé con nostalgia mis propios momentos gloriosos que se
negaban a retornar; olvidé intencionalmente que la mujer no habló del individuo
en particular –quizás porque para Merlina cada uno era el retorno del otro.
Pensé también en los procesos nefastos que sí retornaban a cada rato. Me
pregunté si durante su contratiempo ella vio realmente todo: ¿vio las obras que permanecieron en el anonimato?, ¿vio las que solo buscan seducir a los grandes mercados?; ¿vio al primer
hombre?; ¿vio al último?; ¿vio el mecanismo de la creación?; ¿vio a la palabra
en sus albores?; ¿la vio en su ocaso?; ¿vio algún trabajo mío?.... “Los
contratiempos son infinitos” me dijo Merlina. A la poco convencional mesera le
tocó una envidiable variante; ella entró en las páginas doradas de la
civilización, se instaló un instante y veinte años en el Olimpo de la
humanidad. Esta vez, sin duda, los dados estuvieron a su favor.
Con respecto al presente relato,
no estoy segura de que todo lo que aquí escribí sea obra exclusiva de Merlina.
Creo que hubo discursos fragmentados, de otros, que concurrieron a la misma
hora y al mismo lugar y, tergiversados, se adueñaron de su voz. Y por lo tanto,
de la mía. Prueba de ello son las palabras que pronunció a manera de despedida:
“No hay cosa que no esté como perdida en infatigables espejos. Nada puede
ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario” me dijo. Y esto ya lo oí
antes, hace mucho tiempo.
(El presente relato fue publicado en el libro "Contratiempo o los vaivenes de la pasión",
Zenda Liendivit, 1997)