Mitomanías:
Esa Argentina imbécil y miserable
Redacción de Revista Contratiempo
Pocas veces, en la historia argentina
pos dictadura, nos hemos topado con un Gobierno que parecería saborear el
sufrimiento del pueblo. Un regocijo con altas dosis de resentimiento, que suele
ir acompañado de explosiones de ira, agravios y culpas sobre personas, grupos y
hasta sobre otros países o gobernantes extranjeros. Alberto F. es especialista
en el tema pero no el único. Tiene detrás (o tal vez adelante) a la Provincia de Buenos
Aires que a ratos parecería le marca el rumbo y le pasa libreto (y en las sombras, a su mentora, claro está).
Fernández no
parece un Presidente, parece un acreedor que nos viene a reclamar una deuda,
con amenazas casi mafiosas en caso de incumplimiento. O peor aún, un Juez que a
cada rato dicta sentencia a los acusados, detallando delitos que, en extraña
transferencia, son los suyos propios. No alcanzamos a distinguir si, en un
gesto psicótico, cree realmente en lo que dice (aunque la realidad se le caiga
encima, como los 20 millones de pobres, el rumbo errático del país, la
desolación a la que condena con cada cierre a millones de personas que no están
bajo el ala protectora de su Administración, con una impunidad jamás vista; el
sonriente ajuste “solidario” a jubilados; la sorpresa insólita de “descubrir”
que había casi 10 millones que necesitaban el IFE, etc.). O la actitud es más
bien la del psicópata que tiene consciencia de la manipulación para beneficio
propio, sin asumir responsabilidad alguna. Solo se puede afirmar que se duerme
tranquilo en medio de la catástrofe cuando ese otro, en realidad, no tiene
estatus de “otro”. Se sabe: el primero es inimputable, el segundo no.
Las
multitudes organizadas, y descontroladas, por su propio Gobierno en plena
pandemia; los jubilados congelados y amontonados a la madrugada; los abrazos y
elogios al dictador de Formosa; los múltiples vacunatorios vip (que Vizzotti no
mienta, o caerá en el mismo análisis); las vacunas no compradas en verano,
sabiendo que en otoño venía otra ola de virus; el partido de fútbol en La Plata que desterró un turno
de vacunación de adultos mayores, nunca existieron. El panorama, así planteado,
es preocupante. En cualquier caso, y alejándonos de la psicología, nos queda la
sensación de que estamos gobernados por dirigentes que tienen la certeza de que
hay un enemigo a aniquilar. No a derrotar, como sería en cualquier escenario
político, sino a suprimir. No hay grupo social, franja etaria, modos de vida o
geografía que no hayan caído, alguna vez, en esta lógica. Para Fernández somos
todos criminales hasta que se demuestre lo contrario. Y vamos rotando: ahora es
el turno de los jóvenes que, vaticinado por Gollán, matarán a sus abuelos o
padres si salen a divertirse; ayer fueron los turistas, los runners, los que
tomaban cerveza, los que participaban de las marchas, el capitalismo “malo”,
los habitantes de CABA y finalmente, la población argentina que prácticamente
es la responsable de los casi 57 mil muertos y los millones de contagiados.
Cifras sobre las que recae la misma sospecha que merodea sobre nuestras
cabezas.
En este contexto, donde la palabra presidencial está altamente
devaluada (y la salud mental en tela de juicio), cualquier resolución, decreto
o amenaza caerá en saco roto. Ya hay movidas masivas para desoír las últimas
restricciones. Y estas movidas, a la vez, también van incrementando, como en un
juego especular, el placer y el regocijo en la desobediencia. Que será
directamente proporcional a la violencia del discurso institucional. Si el año pasado,
los corredores de Palermo y los turistas que volvieron al país se sorprendieron
de la virulencia retórica del presidente, ahora proliferan las actitudes
desafiantes, publicitadas incluso en las redes sociales. Algo así como un
espíritu de venganza de una población que se hartó del banquillo y se decidió
ridiculizar y enfrentar al juez que intenta condenarla a cualquier precio. A
como de lugar. En otras palabras, el eterno acusado se dio cuenta de la
desesperación desbocada de su acusador.
Lamentablemente, para el Gobierno,
ajustar las clavijas, insistir en prácticas signadas por la inacción pero
fundadas en retóricas y manipulaciones violentas, tiene un solo destino. Y no
es precisamente la aniquilación de la población enemiga.