A quién tú perteneces
El cabello largo, larguísimo, medio enrulado, siento que todo
mi cuerpo gira suspendido por esos mechones que ejercen una presión dolorosa
sobre el cuero cabelludo. Dura poco, me lanza a la cama, boca arriba, con la
rodilla presionando mi pecho y sus dos brazos inmovilizando los míos. Falta el
aire, pataleo, grito con una voz que no sale. Pienso: una estrategia de
supervivencia, una escapatoria. ¿Me está matando? ¿Me estoy muriendo? La fuerza
es desigual, me retuerzo, giro el cuerpo, lo convulsiono. No sé cuánto dura, parece una eternidad. Al rato afloja. Me suelto, lo empujo hacia un costado. Apenas se mueve. Pero siento el
temor en sus ojos, me conoce. Estoy libre y furiosa. Toda la furia de años de
maltratos ya empezaba a salir durante las últimas peleas. Retrocede y huye hacia otra habitación (todo golpeador, al fin y al cabo, es un cobarde):
es consciente de que no puede dejarme huellas visibles. Lo alcanzo, en el apuro
trastrabilla y cae. La emprendo a puñetazos que apenas le hacen mella pero se
cubre. No es ese el temor esencial. No es mi fuerza nula frente a la de él: tiene
miedo, huelo su miedo, miedo de que la situación se le fuera de las manos, como
me escapé yo de las suyas. Del no retorno. De lo imprevisto, de las derivas. De
ese último acto donde ya no importa nada y una salta al abismo. Lo de él es
calculado: sabe que lo mío, en ese estado de furia original, no. Yo me estaba
volviendo capaz de cualquier cosa. Un monstruo que, de una forma u otra, pondrá
fin al infierno. Como lo hice un tiempo después.
(¿El motivo de esa trifulca? Me estaba arreglando frente al
espejo: alguien, probablemente, me estaba esperando. Un hombre, claro. Que me
diera en la cama todo el placer muerto y enterrado durante años en la nuestra).