El retorno
La altura puede ser
aliada eficaz como temible enemiga. En cualquier caso, nosotros, los que
vivimos al nivel del mar, tenemos que andar con cuidado. El té, caramelos y
pastillas de coca, o la hoja para mascar, aquí en Salta, y ni hablar en las
alturas de Humahuaca, son usuales. Es tal vez el encanto de la montaña: esa
dificultad por ser conquistada y que por supuesto le permitió esconder
ciudadelas enteras a los ojos del invasor. ¿Es tu segunda, tercera vez en
Salta?, me pregunta un artesano. La tercera, le respondo un poco sorprendida.
Es que a Salta siempre se vuelve, yo soy de Buenos Aires, pero vivo hace años en
Humahuaca, agrega. ¿Vas a ir?, pregunta. Le cuento que la última vez no me
trató muy bien. Que estuve en La
Paz , en Potosí, pero sin embargo, fue en Humahuaca donde me
apuné. Y mal. No hubo te de coca que me salvó. El hombre se ríe. Hay que ir
despacio, aconseja, ir subiendo muy despacio y no vas a sentir la altura. No le
dije nada, pero íntimamente disentía: la altura se siente siempre. Despacio,
muy despacio llegué a aquellos lugares y sin embargo todo parecía en cámara
lenta. Las calles se movían ligeramente y el aire no terminaba de llegar a los
pulmones (algunas noches siento eso mismo en Salta, a tan solo 2400 msnm.).
Geografía feroz, nada complaciente y sin embargo, ¡cuánta cultura, cuánta
belleza, cuántos pensamientos a contramano de la historia occidental! Bellísimo
norte que se camufla y le da al turista lo que viene a buscar, ese lugar común
del “cóndor pasa” y bailes de ocasión. De artesanías en serie, gastronomía
atenuada y shows a medida de las abultadas billeteras del próspero occidente
que retorna. Bello norte del que me estoy despidiendo. Y este domingo no podía
ser más soleado y azul. Y hasta, como buena mala católica, entré a la colmada
Catedral, había misa. No te fijes en los pecados, sino en la fe de tu Iglesia,
repetía el cura en una homilía que conocía de memoria. Luego el deseo de paz,
la estampita que me obsequió una señora, y que me hizo acordar las de mi
primera comunión, y aquello de “tú, haz venido a la orilla, no haz buscado ni a
pobres ni a ricos…” que, confieso, me emocionó. Ese es el poder del
catolicismo: se enraíza en la infancia y es difícil separarlo después: se sabe,
competir con la infancia conlleva a una derrota segura. Bello y raro norte que
hasta me hizo volver a misa. Retornar, como decía aquel artesano, a Salta, a la
infancia, a cierta suspensión, a cierto delirio que trastoca realidad con
alucinación. Esa que solo se consigue, y que no conviene combatirla, aquí en
las alturas.
Fotos: Zenda Liendivit (Salta / Enero 2018)