Hace más de 15 años que no viajo por turismo; antes lo había
hecho varias veces y así quedó la mayoría de aquellas travesías, perdidas en la
memoria: o porque elegía pésimamente los acompañantes, o porque con los lugares
no lograba empatía alguna. Por lo general, por ambos motivos. Porque viajar es
un asunto amoroso antes que turístico, vacacional o incluso profesional. El
viaje exige la puesta en juego del espíritu, la participación activa, el
esfuerzo intelectual pero también emocional y corporal del viajero que por unos instantes
entra en comunión con esa atmósfera nueva. O reincidente. De ahí que el
trabajador, que día tras día, mes a mes, está sometido a relojes, ordenes,
jefes despóticos, devaluaciones y temor al despido, se incline por el turismo
deglutidor antes que por el viaje. O por huir desesperadamente hacia aquellos
lugares donde se garantizará lo conocido. Viajar es definitivamente un asunto
amoroso. Solo que, por fortuna, no tenemos que vivir el resto de nuestras vidas
con el sitio visitado. Bien lo entrevió (y padeció) Stendhal con Milán (y casi
todos los grandes viajeros del siglo XIX que dejaron testimonios): nunca
intentar perpetuar el instante que está condenado a la fugacidad, nunca creer
haber atrapado el momento, el espacio-cuerpo que se nos ofrece con
voluptuosidad. El viaje, como la pasión amorosa, no tendría razón de ser si no
se vislumbrara el final. Aún antes de iniciado el mismo.