“¡Dame el dinero!”
La
banqueta de hierro forjado se me incrusta en la espalda; por la fuerza con la que me lanza, reboto a un costado, la cabeza golpea contra otro mueble
del mismo material y amortigua el impacto sobre el piso. Aturdida, dolorida, me arrebata el
sobre. “Dame el dinero”, gritó furioso (el dinero de mi trabajo, por otra parte): esta vez, ese había sido el motivo. Dame un recibo, le retruco yo: la confianza no era nuestro fuerte. Como toda respuesta, los brazos aprisionados, el empujón sobre la banqueta, el hierro, el golpe, el dolor, el aturdimiento. Habíamos decidido comprar un departamento, esperaba que así por fin se fuera
de mi casa. De aquí no me
sacás ni con la policía, solía jactarse. Mensaje recibido. Ganaba el triple que
él, que no hacía demasiado en aquellos tiempos, ni en los próximos (La policía tampoco. Si hace la
denuncia, me había dicho el oficial que se apersonó en mi departamento la vez anterior, lo
tengo que encarcelar, imagínese, saldrá esposado delante de su hijo, agregó.
Fue una noche en la que, después de sellarme moretones en los brazos, había
decidido romper mis cosas, mi biblioteca, lo que encontrara a su paso).
Salgo
de la habitación con el recibo firmado (porque al final lo firmó, pero como
todo violento necesitaba hacerlo a su tiempo y manera), y el compromiso de que a fin de
mes abandonaba mi casa. Jamás lo cumplió. La señora de la limpieza, que estaba
en el living, me mira: hay algo en sus ojos que dice que ella sabe perfectamente de qué se trataba aquel griterío. “¡Qué infierno!”, exclama y sigue barriendo. Crímenes a puertas
cerradas. Un día te va a matar, me decía mamá, que conocía de memoria ese tipo de historias. O yo a él, pensaba: si esa vez de la banqueta incrustada en la espalda hubiera tenido un arma a mano, creo que le vaciaba el cargador. Y tengo toda la
impresión de que jamás me hubiera arrepentido.
(Este testimonio consta en la declaración que realicé en la Oficina de Violencia doméstica, en junio de 2017).