Las tiendas de accesorios eróticos resultan, por lo menos,
anacrónicas; hay algo de cine porno clase B en esos disfraces y posturas
exhibidos en las vitrinas. Poca novedad en un mundo que recurre a la
pornografía para vender casi cualquier cosa. Algo parecido ocurre con el Museo
del cannabis y sus casas aledañas. Hay menús de variantes sexuales a las
puertas de los negocios como todo tipo de comestibles con el ingrediente
mágico. Hay un museo de la prostitución como está el de Van Gogh o el de cera.
Y aún más: hay un público eufórico que toma la ciudad como el living de la casa
y desde allí, vaso y cigarrillo en mano,
decide el itinerario. El paso de las multitudes sigue siendo el gran
protagonista; y la ciudad, a fuerza de mitos sustentables, la gran
patrocinadora de fantasías redituables.