martes, 8 de febrero de 2011

DELEUZE EN LA TELEVISIÓN


Encender el televisor y encontrar a Deleuze hablando de lo que es ser de izquierda, de devenir mujer, niño o animal, de percepciones y agenciamientos, constituye casi un shock para un sábado a la tarde -recién levantada, la tele encendida sólo para saber la temperatura y otros datos útiles y de pronto, esos inquietos ojos verdes, el gesto ligeramente burlón,  la frase interrumpida, el balbuceo, las definiciones. En instantes como estos siempre  sobrevuela la misma duda: ¿hasta qué punto se puede conjurar el sortilegio de un soporte como el televisivo y entablar, efectivamente, una comunicación verdadera? ¿Hasta qué punto Deleuze sirve en la televisión? O, dicho de otra forma: ¿no encubre la alta cultura televisada la trivialización de toda la cultura actual argentina y, seguramente, mundial?  Deleuze (y Voltaire, el Barroco, Joyce y demás) resulta trivial  en cuanto no está inserto en un determinado contexto de recepción capaz de escuchar lo que dice y no solamente observar que está hablando. El modo de propagación, o difusión, de un contenido no es menos importante que el contenido mismo y que sus contextos de producción y recepción.  Cuando ese modo de difusión responde a los mismos mecanismos que construyen un país con un profundo empobrecimiento educativo y cultural, poco importa qué se esté trasmitiendo, el resultado será siempre el mismo. Una política educativa liberadora actúa de manera inversamente proporcional a aquellas que, ostentando la masividad como objetivo, se dirigen a todo el mundo para no ocuparse de nadie. O dicho a modo Deleuze, una actúa, y es actuada, sobre minorías específicas incluyendo al educando y alejándolo de su rol de consumidor, de sujeto abstracto;  las otras, sobre patrones vacíos, invisibles. Una apunta a la liberación de todas las formas de dominio (principalmente, intelectual) a través de la comunión entre práctica, contenido, formas y existencia,  y la otra, como todo lo anclado en el vacío, a la prosecución de intereses que nada tienen que ver con aquello que ya niegan fundamentalmente. Deleuze en la televisión no puede crear ese contexto ideal, perseguido solamente en los discursos y metódicamente traicionado en la práctica. Eso que siempre pasa entre las cosas, esa instancia intermedia que reniega de las líneas rectas y apela al claroscuro, al quiebre, al desdoblamiento, a los movimientos de la elipse y a todas las figuras abiertas, esa geografía que prefiere las intensidades y no la fría geometría, no es un concepto dado, un legado que posee la humanidad a priori, sino una construcción inherente a cada época. Una construcción a encarar para que, precisamente, esos patrones vacíos, esas perversas territorializaciones no sigan actuando a manera de bloques que configuran lo que no existe y fabrican fantasmas donde siempre pretendemos espejamos y donde, en realidad, nunca nos encontramos.