La mejor manera de no conocer una ciudad es hacer lo que se espera de ella. Uno se va con lo que vino, que es casi como si no hubiera venido. La percepción resulta muchas veces arbitraria, y la memoria, caprichosa. Hay detalles que se agigantan en el recuerdo, cobran vida mucho tiempo después de haberla abandonado; otros, que se creyeron importantes, caen en el olvido ni bien partimos. La preocupación, desde los albores del Movimiento Moderno, es la cuestión de la zonificación en las grandes metrópolis. Así, lingüística y materialmente, las ciudades se descuartizan en fragmentos en pos de una comprensión totalizadora, de la ilusoria certeza de que se entiende su funcionamiento, sus influencias, sus modos y sus producciones. El este, el oeste, el barrio histórico, el bohemio, el vanguardista. O el barrio chino, el árabe, el hindú, el judío, la gran Paquilandia, había dicho la protagonista del film Un modo de vida, refiriéndose a Londres. Porque efectivamente, la historia parece haberse invertido y ahora Londres es tomada por asalto por múltiples culturas que intentan colonizarla. Una forma de devolver gentilezas pasadas. Pero nuestra primera impresión, ésa que puede llegar a ser traicionera y nada fiable, es que el londinense común, el hombre de la calle, acepta estas invasiones sin hacerse demasiado problema. Y esto se evidencia aún más en el East End, la zona miserable del Siglo XIX, la que llevó a decir a Engels que Londres era lo más parecido al infierno en la tierra. O tal vez, incluso, a Poe, a escribir El hombre de la multitud, aquel estudio de la metrópolis londinense mucho más valioso que varios tratados de urbanismo actuales. A través de la ventanilla del 205, el micro que tomamos en St. Pancras, desfilan las grúas y las construcciones fabriles que se mezclan con la ampulosidad de la city financiera y sus edificios futuristas (como la horrible torre de Foster), de una posmodernidad, como de costumbre, desubicada. Hacia el norte, y casi como un gesto contestatario, Clerkenwell intenta conservar la mística proletaria de su pasado -Lenin, las imprentas y destilerías, el periódico The Guardian y los partidos socialistas- y deviene en un barrio de artistas y diseñadores con pretensiones renovadoras.
Nos estamos yendo de Londres, de Bloomsbury y su prestigiosa vecindad, del London Pub donde pasamos la última noche y de nuestro hotel también multitudinario. Nos espera Berlín que, según nos dicen, está soleada.
(FOTOS ZENDA LIENDIVIT / FEBRERO 2011)