-
¡Uy, viniste
justo para sacarme una foto! –me dice un pescador.
-
Sí, claro –le
respondo
-
Bueno, pero
esperá por lo menos a que consiga una corvina –me contesta y lanza una
carcajada.
No lo comprendo: ¿será tan difícil pescar una? Recorro el muelle, hay expertos y turistas novatos. O novatas: una señora muy mayor se hace un lío con la caña. “Por $50 pasás una hora divertida”, me había anticipado el boletero. Es decir, se paga para entrar y después, se alquilan las cañas. Un muchacho joven pero que se le nota el oficio, lanza un grito. Yo sigo con las fotos a sus espaldas. Vuelve a gritar. El de la corvina entonces me llama: “cuando aquí dicen tal cosa (NdR: digo “tal cosa” porque ya me olvidé cuál era el grito, maldita memoria), tenés que dejar libre el espacio de atrás, es señal de que va a sacar la caña, es por seguridad”, me comenta mientras describe con el brazo el movimiento y prepara las carnadas. “¿Le puedo tomar unas fotos?”, le pregunto. “¿A mí?”, responde sorprendido y un poco halagado. Ahí cae en la cuenta de que vine para eso y que no, la pesca no era lo mío. Otro, alza un pez pequeño, plateado, lo muestra y lo devuelve al agua. Las olas golpean con fuerza los pilotes rojos, y bailotean bajo las tablas de madera. Sol radiante en San Clemente. Mar díscolo, que a ratos parece dialogar con los que mejor lo conocen.