Para llegar al puerto
tengo que sortear el letargo del colectivo local y cientos de autos, de todas las gamas, que con el
estacionamiento de Mundo Marino colapsado, ocuparon las periferias. Un poco más
lejos, las termas ya no tienen cupo desde el sábado. Unos niños me muestran los
cangrejos bebés que juguetean en el barro del arroyo; yo no les muestro
los cangrejos adultos que, a unos pocos metros, devoran a su presa, los restos
de un pez plateado. Las embarcaciones que todavía resisten flotan bucólicas.
Las otras, ya son esqueletos y están sobre la arena a modo de museo. Es mediodía
y los restaurantes portuarios, no más de cinco o seis, están colapsados. “El
lunes se van todos”, me dice el dueño del hotel donde me alojo, en pleno centro.
Y debe ser así: hoy, durante el partido de Argentina, los turistas se agolpaban
en la peatonal en busca de souvenirs y dulces regionales. Al día radiante y
celeste le siguió una noche preciosa, con una ligera llovizna que pasó sin pena
ni gloria. El pueblo vive la euforia de este fin de semana larguísimo, a pesar
de los comerciantes: un desayuno convencional puede salir el doble solo
cruzando la calle. “Mejor no tomes taxi, usá el transporte público, te aceptan
la sube”, me informa un guardacoches. Y remata: “Te sacan la cabeza”. La arena
de las dunas se me mete en los ojos cada vez que el viento, que aquí parece bastante
caprichoso, cambia de dirección; el olor de rabas fritas ya me está dando
náuseas. Y sí, los taxis son imposibles, sobre todo si te ven con una cámara al hombro. Pero, ¿qué sería la vida de playa sin estos condimentos esenciales?
Zenda Liendivit. Directora de Revista Contratiempo