Homenaje
La palabra me genera cierto escozor, una especie de malestar
intelectual. Pienso en estatuas y calles, y el desagrado se agrava. Pienso,
inevitablemente, en los conceptos de sumisión y vasallaje, en algunas variantes
feudales de la humillación. En pleitesía con aires monárquicos. Un gesto
anticrítico como pocos. Si el homenaje es colectivo, si nace como corolario
impostergable de la admiración de una comunidad hacia algo o alguien, con bases
de legitimación muy poderosas, puedo conciliar provisoriamente con el término.
Si se trata de una maniobra para acrecentar poder, y sobre todo, organizada
solapadamente por el propio interesado, la cuestión roza el patetismo y el
ridículo. Pero a la vez, se convierte en un gesto muy moderno: es, al fin y al
cabo, el espíritu de una época que necesita ídolos como brújulas y escucha,
como Ulises no lo hizo, el adormecedor canto de sirenas.
Admiración
Siento admiración por varios, pero no ando
rindiendo homenajes. A lo sumo, la expreso convirtiéndolos en parte de mi
propia obra. Una efímera comunión donde la relación admirado-admirador se
transforma en detonante, no en objetivo final. Paradójicamente, sin embargo,
resulta indispensable vencer la seducción que ejerce el otro, tomar distancia,
exorcizar el embrujo, desencantarme. Allí estaría la diferencia entre las
posibilidades de escribir un texto crítico o elaborar un panfleto celebratorio.
Entre la experiencia y la repetición, entre la admiración y el homenaje. Entre
la amistad intelectual y el amiguismo interesado que funda amos y vasallos.