Radiografía del patrón de estancia
La
figura del patrón de estancia no solo pervive en los ámbitos comerciales sino
que está inserta en casi todos los órdenes de la vida. Las esferas de la
educación y la cultura no están exentas de ella. Al patrón de estancia se lo
reconoce a simple vista porque tiene la particularidad de ocuparse más de los
negocios de la cultura que de la cultura misma. Como Zelig, aquel famoso
personaje de Woody Allen, se lo encuentra en todas partes, no solo para
acrecentar poder sino para convertirse en una marca registrada, en garantía de
calidad más por constancia que por productividad. El saber, para este
personaje, suele ser lo de menos; sin embargo, necesita el prestigio que le
otorga una atmósfera supuestamente alejada de las cuestiones lucrativas.
Entonces, parapetado detrás de este imaginario, salvaguardado por el prejuicio,
actúa como operador de bolsa, siempre pendiente del valor de sus acciones. Que
en este caso, es su propio nombre. El patrón de estancia trafica influencias,
otorga favores y dádivas, ocupa lugares estratégicos de poder, se expande con
aires de terrateniente, conquistando espacios ajenos y tejiendo redes de
contacto por dentro y por fuera de sus dominios, a los que administra como
auténticos feudos. Nunca hace nada demasiado importante pero simula estar
siempre absorbido por los más profundos intereses (uno no sabe a ciencia cierta
qué mismo es lo que hizo a lo largo de su publicitada trayectoria). Se rodea
principalmente de seguidores que ostentan el rasgo que más admira: la
obediencia bovina, y que orbitan como planetas a su alrededor a la espera de la
vida y el sentido. El funcionamiento de estos grupos por lo general es
hermético. No son amigos entre sí sino que conforman una sociedad donde los
secretos, las intrigas, los chismes pero sobre todo, las deudas y favores,
circulan como garantía y salvoconducto. Como el jefe supremo, tampoco hacen
nada demasiado interesante, hasta a veces se acercan a la figura del parásito,
pero también se publicitan vistosamente. Para el patrón de estancia, la
inteligencia y la creatividad del otro, del extraño a sus dominios, suelen ser
enemigos acérrimos porque ambas develan el carácter arbitrario de sus cargos y
posiciones. Que a veces son encumbrados. Cuando se enfrenta a este tipo de
peligro, actúa como cualquier poder fascista: lo hace desaparecer. Invisibiliza
al rebelde, lo sofoca tensando los hilos de aquel entramado, cercando así las
posibilidades de sobrevivencia, y refuerza a la vez el poder corifeo de su
tropa. El patrón de estancia no es solo un personaje mediocre sino un mediocre
astuto y peligroso. Opera, precisamente, socavando las bases en donde se
inserta, demoliendo cuanto talento o inquietud no colonizable encuentra a su
paso. Por lo que su peligrosidad se eleva cuando ocupa cargos educativos. Como
su objetivo principal es el analfabetismo ilustrado que lo sostenga en el poder
el mayor tiempo posible (para administrar la posteridad quedan los seguidores),
puede llegar a desmantelar generaciones enteras que caen en sus territorios.
Sumirlas en la desmotivación que provoca todo horizonte alambrado de
expectativas. Es el domesticador por antonomasia de todo espíritu libre y
creativo, por lo que los jóvenes son sus principales víctimas. Pero el patrón
de estancia en la cultura y la educación no es un caso singular, no es un
psicópata que se apoderó de un espacio ni un alienado inconsciente de sus
propias limitaciones. Es un producto, tal vez el más perverso, de la misma
estructura educativa y cultural que genera la posibilidad de su existencia y le
da amplias garantías de supervivencia y buena salud.