domingo, 8 de diciembre de 2013

TEATRO / LAS SIETE OBRAS CAPITALES






















La cuestión capital


El profesor se va enfureciendo, la alumna lo observa desesperada: no entiende nada de lo que dice y encima le duele la muela. El otro sigue, habla y habla, del lenguaje, de las lenguas, de las raíces y traducciones, de lo inefable de las diferencias y de la experiencia; la chica se retuerce, suplica, se tira al piso: termina acuchillada.  El público, que reía ante los exabruptos de él y los chillidos de ella, enmudece. Es Ionesco, y claro, no hay más que hablar. Entonces la transformación, el furioso vuelve a ser el viejo vulnerable; la criada y fiscal ahora es cómplice, y la chica muerta, cosa entre cosas. Y el ciclo que se reinicia. Después, personajes que se rebelan y deciden cambiar el final en mitad de la representación, lo consultan con el autor, ausente entre el público. ¿Y ellos?, dice uno señalando en nuestra dirección; no importa, contesta el otro, no se darán cuenta, creerán que es parte de la obra. Entonces, el gran final, así se llama la obra, todos felices, amor en el aire, frases trilladas, la vida es bella y telón. Y hay más, basura romántica que oficia de moderna celestina ante la desesperante soledad; un teléfono que incomunica; la nieve que es lugar, escondite y sepultura; y un oficial de justicia que, a manera de Kafka, abomina de la justicia. Y los desopilantes curas de la congregación que articulan los relatos y nos van introduciendo en la liturgia de artistas metamorfoseados en guionistas, autores, directores y actores, la vocación que exhuma de los poros, del cuerpo, ese que sale a escena, que se ofrece en ritual. Siete obras, como las notas musicales, como los pecados capitales, como los días de la creación. Es teatro, es noche de magia y comunión. (¿Quién andaba diciendo que todo está perdido?)