La cuestión
capital
El profesor
se va enfureciendo, la alumna lo observa desesperada: no entiende nada de lo
que dice y encima le duele la muela. El otro sigue, habla y habla, del
lenguaje, de las lenguas, de las raíces y traducciones, de lo inefable de las
diferencias y de la experiencia; la chica se retuerce, suplica, se tira al
piso: termina acuchillada. El público, que
reía ante los exabruptos de él y los chillidos de ella, enmudece. Es Ionesco, y
claro, no hay más que hablar. Entonces la transformación, el furioso vuelve a
ser el viejo vulnerable; la criada y fiscal ahora es cómplice, y la chica
muerta, cosa entre cosas. Y el ciclo que se reinicia. Después, personajes que se
rebelan y deciden cambiar el final en mitad de la representación, lo
consultan con el autor, ausente entre el público. ¿Y ellos?, dice uno señalando
en nuestra dirección; no importa, contesta el otro, no se darán cuenta, creerán
que es parte de la obra. Entonces, el gran final, así se llama la obra, todos
felices, amor en el aire, frases trilladas, la vida es bella y telón. Y hay
más, basura romántica que oficia de moderna celestina ante la desesperante
soledad; un teléfono que incomunica; la nieve que es lugar, escondite y
sepultura; y un oficial de justicia que, a manera de Kafka, abomina de la
justicia. Y los desopilantes curas de la congregación que articulan los relatos
y nos van introduciendo en la liturgia de artistas metamorfoseados en guionistas, autores, directores y actores, la
vocación que exhuma de los poros, del cuerpo, ese que sale a escena, que se
ofrece en ritual. Siete obras, como las notas musicales, como los pecados
capitales, como los días de la creación. Es teatro, es noche de magia y
comunión. (¿Quién andaba diciendo que todo está perdido?)