TRECE AÑOS
Estancias en el desierto:
Política, Educación y Cultura en
Argentina
Cuando
definíamos la nota editorial por los trece años de la revista nos topábamos
siempre con el mismo problema: la repetición. Ya lo habíamos dicho muchas
veces. Pensar y producir en la Argentina es una tarea ardua; hacerlo a la
intemperie, aún más. Pero cuando esa intemperie se convierte en desierto,
adquiere las formas de un apostolado. Una cosa es pagar el precio por una
independencia a ultranza. Y otra, muy diferente, que la superficie de acción
estuviera viciada en sus mismas entrañas. Hay una corrupción de base muy ligada
al pensamiento y a la cultura y a sus modos de producción. Cultura de bases
corruptas y a la vez, una corrupción como valor cultural. Este pensamiento
trasciende, o se transversaliza, a todos los estratos y campos, no es inherente
a un gobierno o a un ámbito específico sino que está instalado como base
fundacional de la sociedad. Esta corrupción se sostiene en considerar a la
cultura no solo como una mercancía sino como un medio para fines esencialmente
instrumentales. La apropiación terrateniente del saber, y de sus espacios,
cumple el mismo rol colonizador que en el pasado lo hiciera la posesión de la
tierra, tan bien descripta por Ezequiel Martínez Estrada en suRadiografía de la Pampa.
Universidades inmóviles; institutos y centros de investigación que funcionan
como cotos de caza y ámbitos para hacer negocios y acumular poder; espacios
vallados también como si se trataran de estancias pampeanas; formas obsoletas;
planes de estudios desactualizados; restricciones en el acceso y en la
circulación de las producciones realmente independientes, etc, conforman apenas
un breve pantallazo de esta situación. Pregonar que se quiere una cultura
y un pensamiento críticos mientras que las acciones se dirigen exactamente
hacia el lado contrario constituye no solo una hipocresía sino un eficaz
sistema de silenciamiento e inmovilización. Una sociedad con una cultura
paquidérmica que desertifica lo que encuentra a su paso no tiene buen
pronóstico. Los espacios del conocimiento tienen que ser abiertos y
dialogantes, con docentes que sepan transmitir el placer del estudio y no
burócratas que se aferran a sus cargos y no los largan ni aunque les llegue la
hora, formadores de alumnos domesticados, repetidores como autómatas de las
lecciones heredadas. O desconcertados y desmotivados, que deambulan por
pasillos de facultades y de la vida. Se precisa renovación permanente, aulas
agitadas, lecturas creativas, relación con el afuera, pasión por lo que se hace
y cómo se hace. Pero sobre todo, es imprescindible develar que el actual estado
de cosas es un contravalor y no una credencial de prestigio y pertenencia.
Ninguna política educativa puede prosperar sino se desprende de estas
reaccionarias telarañas del pasado. Ninguna sociedad puede darse el lujo de
suicidarse dilapidando su extraordinario capital humano y empobreciendo el
carácter emancipador de su cultura. Esta es la gran deuda de los gobiernos
progresistas y tal vez, la causa de muchos de sus fracasos. Y si somos
perseverantes y nos repetimos, es porque también somos conscientes de que
tenemos un espacio de producción y difusión de ideas, un espacio díscolo,
(realmente) independiente: no nos interesa caerle en gracia a nadie a la hora
de trazar un diagnóstico sobre lo que, al fin y al cabo, es nuestro campo de
vida. Sí, en cambio, tenemos compromisos vitales con nuestros lectores; y entre
ellos, con las nuevas generaciones frente a las que nuestro silencio adquiriría
las formas de una perversa complicidad. Esto lo venimos sosteniendo desde hace
años. Trece años.