Escrituras rigurosamente vigiladas
Las escrituras digitadas siempre constituyen un peligro.
Un riesgo de preservación antes que de ruptura. A esta afirmación la precede otra: toda escritura literaria busca constantemente su salida de sí, su
puesta en tensión con lo establecido. El entredicho. La literatura
cuando no plantea un conflicto es producto de la fantasía o la mera repetición de fórmulas probadas. Esto no significa que deba ser ella misma un conflicto, para
escribirla y sobre todo, para soportarla en la lectura. No existe relación
alguna, seria por lo menos, entre la dificultad del signo y la tensión que la
literatura conlleva. Tampoco es necesario apelar al diccionario de antónimos y
sinónimos para que la literatura sea considerada culta y reflexiva, y no
confundida con las expresiones populares o las del mero pasatiempo. El registro
literario es al fin y al cabo una forma diferente de conocimiento. En ningún
momento sus modos están escindidos de las tensiones vitales que subyacen en
ella, ni siquiera en Henry James o en Flaubert. La seducción de la escritura
nace de un pensamiento seductor, de un quiebre que jamás llega a las palabras
pero que subyace a ellas, como las fundaciones de cualquier construcción que
permanecen invisibles en la forma final pero no por eso ausentes. Es tan inútil
construir una prosa atractiva sin un pensamiento atractivo como construir una
casa sin cimientos. Esta es una de las primeras perversiones de los escritores vigilados
por cualquiera de los sistemas de legitimación que los apaña: ajustarse al
mismo canon que los convalida y sobre todo, los convalidará en el futuro. Los
volverá, a decir de Steiner, enseñables, enseñados o redituables. La escritura
que de entrada se pone en deuda con modas, linajes y valoraciones de otros, que
generalmente jamás escribieron una línea, corre el serio riesgo de convertirse
en un ejercicio confiscatorio de sus posibilidades de ruptura. En un clon con
éxito garantizado por repetición pero desfondado por la misma razón. La
literatura no es, como las ciencias, un acto deudor del pasado en progreso a fin de construir el corpus que alimentará
investigaciones futuras. Considerar a la literatura y al pensamiento como
ciencias o saberes acumulativos es un retroceso para las posibilidades
creativas. Segundo vicio: La literatura formateada por colegiaturas, ya fueran
académicas o mercantiles, se convierte en un dispositivo de control no solo de
la práctica en sí sino de las posibilidades de lo pensable. Dictar el canon de
lo enseñable y/o vendible (muchas veces, están en estrecha comunión) es también
marcar los límites de las posibilidades de la literatura como experiencia
estética. Constituye una forma de garantía de que esos márgenes no serán
desbordados y le harán entrar al censor en un camino sin retorno. Incluso en el
de su propia destrucción (Baudelaire, Joyce, Kafka, Faulkner otra vez). En el
arte, en la filosofía y en la literatura existe en el imaginario una secreta
espera, la llegada de ese mesías que vendrá a desmantelar fundaciones y abolir
hegemonías de larga data. El establishment lo sabe; por eso, cada tanto,
construye a sus propios trasgresores, seudovanguardias a las que lanza y recambia
según soplen los vientos. Y sobre todo, procede a la excomunión de todas
aquellas experiencias que no encuentran un molde bendecido previamente y que
intuye, contienen el germen de aquella destrucción. La excelencia y la redituabilidad suelen ser
los pretextos. Como corolario a estos controles y vigilancias se gesta una
época indigente y anquilosada.