CINE
/ PROYECTO FLORIDA
Geografías
del desencanto
Se
sabe: cuando en los filmes hay niños, los mayores tiemblan. En este caso, por
partida doble: no solo que la extraordinaria Brooklynn K. Prince (la endemoniada Moonee) se roba, literalmente,
la nueva película de Sean Baker, sino que la vida adulta (ya en la ficción) se
ve jaqueada continuamente por el ejercicio a pleno de una infancia sin frenos. Los
niños, comandados por Moonee, estrujan ese
tiempo-espacio hacia afuera de los bordes permitidos por un sistema que los
olvidó hace rato, y se constituyen en un particular elemento de transición entre
dos realidades enfrentadas: el "mágico" mundo de Disney, con sus castillos y parques
encantados, y la vida miserable de los desclasados del gran sueño americano que
pululan en monoblocks coloridos, proyectos truncos devenidos marginales, e implacables a la
hora del cobro de la renta semanal. Entre ambos, en ese espacio del medio, que se
resuelve con baldíos, yuyos, edificios abandonados, negocios plastificados, arquitectura parlante y chatarra, y
lagunas con caimanes, Mooney impone sus reglas. Ecos de Boyhood y por supuesto, y en mayor medida, de Petit freres, se escuchan en Proyecto
Florida. Una geografía de la desesperación que va de la experiencia lúdica y salvaje de la niñez al choque con la realidad y a la improbable salvación por la ficción. Hay
cierto cine (y también televisión) independiente que recibió la noticia, los viejos relatos tambalean, la producción de epica y magia, formateada y en serie, sirve solo ya para iluminar una realidad ineludible: EEUU está en problemas. Sus márgenes se están desplazando peligrosamente hacia el centro. Y exigen su propia estética.