Amor descartable
Un cuerpo. Apenas lo distingo. Solo el brillo del pelo que se desparrama sobre la
almohada. La luz de la calle, que entra por las discretas
rendijas de la habitación de hotel, muere justo allí, en la cabellera de color
indefinido y de identidad desconocida. Anoche, en ese adverbio de tiempo que se me antojaba
remoto habría alguna pista de ese hombre que duerme a mi
lado. Ni siquiera recuerdo la pasión que tuvo que haber acontecido en aquel cuarto anónimo, refugio obligado
de los jóvenes de entonces que vivíamos todavía en casas familiares. Cuarto anónimo, hombre desconocido, intimidad que había muerto también entre las sábanas,
cierto terror difuso. Hundo la cabeza en la almohada. Cierro los ojos.
La vida
discurría entre facultad, militancia y cuartos de hoteles al paso. Esto último hegemonizaba el tiempo, como una montaña rusa que se
había salido de sus rieles y nos mantenía siempre al borde del abismo, suspendidos y a la espera. Esa
noche, sin embargo, fue el principio del fin. De una era. Los ochenta
agonizaban prematuramente y todavía no sabíamos que cada vez que un gobierno cayera antes de tiempo lo haría con ruido, balas y muertos. La Tablada y los
saqueos estaban a la vuelta de la esquina. Y unos pasos atrás, el nefasto “felices pascuas”. La sexualidad revolucionaria también estaba llegando
a su fin. Empezaba a aburrirnos, pasaban los cuerpos desconocidos y conocidos
por camas anónimas, las reuniones predecibles en casas ajenas, las madrugadas
interminables vagando por una Buenos Aires cada vez más hostil, la incertidumbre por un futuro que
siempre se nos antojaba un poco más negro. Yo añoraba, ya entonces, los
primeros años pos dictadura. El instante sagrado del renacimiento. El inicio
del torbellino, del agite, de esas primeras veces irrepetibles, del amor
redentor y de la lucha con final feliz. También entonces estábamos desesperados.
Vivíamos desesperados, deambulábamos desesperados, pero creíamos. Sin saberlo, habitábamos un afuera que nos devolvía el espejismo del centro. Éramos una raza en extinción: tal vez, la última generación de jóvenes creyentes. “Mamá,
ella nunca se va a casar, es anarquista”, le decía entonces un compañero de
estudios a su madre cuando yo iba a su casa a estudiar. La mujer, modista de
alta costura, solía hacerme modelar sus
trajes de novia a modo de prueba. "Qué bella estás, imaginate cuando sea el tuyo", me decía contemplando su preciosa obra sobre mi cuerpo. Los
otros reían e insistían en algo que cumplí a rajatabla. "Pero como que no, cuando se enamore hablamos",
insistía la mujer. Mi reflejo en el espejo y el terror que me recorría la espalda, como un film de clase B,
certificaban que no, que no seríamos ni esas mujeres ni
esos hombres que prohibían el sexo en las casas familiares o que soñaban con el blanco y la descendencia. Nunca seríamos normales.
La
luz de la mañana entra a raudales. El turno termina a las diez. Vamos a desayunar a un bar de Chacarita. Una saludable nube de indiferencia empieza a levantarse entre los dos. O ya fluía de antes. Me deprime el momento,
me alegra saber que no lo volveré a ver. Intuyo que a él le pasa lo mismo. Nada
personal. Solo hartazgo prematuro. Mucho
tiempo después leí que Flaubert pensaba que despertar con un cuerpo desconocido
a nuestro lado era una experiencia imprescindible para comprender la
modernidad. La estaba comprendiendo entonces a costa de sangre y deseos. No
tengo dudas: después de cerca de diez años convulsivos, estaba harta de ser joven.