Daños
colaterales
La
política tiene proyectos, que a la vez generan efectos. Algunos de ellos no
deseados: son los daños colaterales. El daño colateral es un costo dispuesto a
ser pagado porque a lo lejos se vislumbra un objetivo superador. Costo, por
otro lado, que suele correr por cuenta de las mayorías inocentes (inocencia
entendida como desconocimiento y falta de responsabilidad en las decisiones).
Hipotéticamente, entregar un tiempo a manos del enemigo
político con la vista puesta en un retorno a mediano plazo es una estrategia
como cualquier otra. Extremadamente peligrosa, por cierto. Puede ocurrir que
ese tiempo suspendido se emancipe de todo cálculo, se afiance y genere sus
propias líneas de acción. Dos o cuatro años de neoliberalismo al estilo de los
años 90 es un riesgo enorme, para la población y para cualquier proyecto
progresista. Ahora, ¿ese es el verdadero peligro? Ya se sabe: la práctica
política, aunque pregone amor y alegría, difícilmente trabaje con esos
materiales. Suele en cambio estar acicateada por el miedo: no hay peor enemigo
que aquél que se nos parece. El mensaje, entonces, fue captado: “Voy a ser más
Scioli que nunca”. Se terminaron las traiciones: los otros, a pesar también de
lo que expresen tibiamente, ya se ubicaron en la vereda opuesta (porque al fin y
al cabo, ¿qué diferencia insalvable existe entre un Néstor Kirchner, admirador
de Menen en los 90, que llegó al poder de la mano de Duhalde, que capturó tan
rápidamente la adhesión de esos sectores abanderados de la progresía, y este
candidato tan resistido?).