La cámara de fotos se
convierte en una anomalía del cuerpo. Error suponerla un
artefacto reproductor de una improbable realidad que se pone en foco: desde el
momento del disparo, y tal vez antes, realidad y mecanismo se confabulan para entregar otra
cosa. El objeto fotografiado queda afectado de la misma forma que mi percepción, el retorno devuelve a la indiferenciación inicial la
puesta en juego de mi voluntad: escena y cuerpo arman un sistema
provisorio. Lejos de la deglución rápida de las fotos adocenadas del turismo,
la fotografía que actúa como prolongación del pensamiento y del cuerpo no
aspira a retener un momento sino a que ese instante donde confluyen objeto y deseo se emancipe de los dos y se abra a eso otro que no está visible. Si fotografío (o, lo que es lo mismo, si percibo) el David de Bernini, lo que pretendo capturar no es solo esa verdad-entraña del mármol que sale a luz a fuerza de martillazos, idea de su admirado Miguel Ángel, sino también aquella transformación de
la obra al ser percibida interesadamente. Asi también, no hay texto virtuoso en sintaxis, vocabulario, artificios o estilo
que soporte una percepción seria si no fue sustentado en una
idea, la que se silencia a través de ellos a la espera de ese espíritu en juego. En todo caso, entabla la misma distancia que existe entre un escultor o arquitecto idóneo en el manejo del mármol y Bernini. Flotar en
el regodeo formal, tirar eternos puentes y olvidarse de las fundaciones suele ser tarea de especialistas-pulidores. De los que abundan. La singularidad suele estar en otro lado.