Una tirada de dados
Las Vegas
es tan horrorosa que resulta interesante. No solo por el esplendor de la
fealdad kitch de la que hace gala sino porque desmantela, sutilmente, quien lo
diría, al mismo lenguaje: no se deja atrapar por él. No hay calificativo que la
defina con eficacia, cualquier intento resulta, por lo menos, precario. Ella es
un concepto en sí misma. Mucho más que por sus locuras o "pecados", nada muy
diferente a cualquier otra metrópolis moderna, la ciudad se instala en el
imaginario y lo desertifica: esta operación no es casual, responde a su sitio
de implantación. Nada queda en pié en Las Vegas, ni la cultura clásica, a la
que cita recurrentemente, ni el capitalismo, al que lleva a extremos absurdos,
ni siquiera el modo de vida americano, tan propenso a confundir realidad con
ficción y hacer de ambas un show. Si la fotografía y la copia decretaban la
muerte del aura, Las Vegas redobla la apuesta y representa la muerte de toda
representación. Sus objetos remiten a nada más que a ellos mismos y a sus
propias conjugaciones; nadie cree estar en París frente a la Eiffel de Las Vegas; tampoco
está Venecia en el canal, con góndolas y gondoleros incluidos, del 4° piso del Hotel Venetian. La escala monumental de sus construcciones,
la utilización y reunión arbitraria de formas, símbolos, épocas, estilos,
géneros, la proliferación de luces y, claro está, el azar, demuelen cualquier
posibilidad de experiencia e instalan al visitante en una suspensión que al no
poder ser nombrada, fuga hacia delante. Como si el propio lenguaje se violentara
a manera de aquella descabellada lista de Borges y sus seres imaginarios. Es la
supremacía del instante que desterritorializa cualquier
estructura lógica para lanzarla siempre a un tiempo desprovisto de coordenadas
o suelo común. No hay nada equiparable a
Las Vegas porque, convengamos, no hay nada equiparable a EEUU. Las Vegas es
ese hueco grotesco por donde se escurre una conciencia que se sabe única,
todopoderosa, rasgando la profundidad de su propia superficie. Por eso aquello
de que todo lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas, mentado con orgullo
por sus intrépidos visitantes, encierra tal vez algo más oscuro que cualquier
desenfreno sexual, lúdico o alucinógeno. Batman y Elvis se pasean junto a emperadores
romanos y monstruos del medioevo, digitados de cerca por la Metro: la historia se juega en una tirada de dados.
Fotos: Zenda Liendivit (Febrero 2015)