Zenda Liendivit. Directora de Revista Contratiempo
sábado, 8 de enero de 2011
UN MODO DE VIDA (CINE)
No es fácil sintonizar con Leigh-Anne, la protagonista de Un modo de vida (A way of life / Amma Asante, 2004). Con ella, todo parece perdido de antemano. A las imágenes casi bucólicas de esa ciudad portuaria galesa, adormecida por el desgano de grúas inmóviles y chatura edilicia, se le contrapone la actitud revulsiva de la chica. Leigh-Anne y sus amigos funcionan tanto en pandilla como en forma aislada. Toparse con ellos puede equivaler a la muerte. Ese espíritu destructivo, acicateado por el resentimiento del desecho que se visualiza como tal, va aún más allá: no sólo no hay escapatoria posible sino que tampoco se la busca. Cuando uno de ellos quiere ir a Londres a iniciar una nueva vida, los amigos le recuerdan que la metrópolis no es más que la versión potenciada del pueblo, la gran “Paquilandia”. Y cuando otro quiere trabajar, su condición de ocupa resulta imposible de aceptar para cualquier formulario burocrático. La visión del vecino de origen turco, mejor ubicado en la escala socioeconómica del lugar, también les recuerda que, a veces, moverse da mejores resultados que quedarse quieto. Al vital desplazamiento migratorio en busca de alternativas, ellos le contraponen el movimiento mortal de la xenofobia activa. El odio de Leigh-Anne sin embargo es más complejo, el extranjero no es su objetivo final: ella enfrenta con su cuerpo, descuidado y poco atractivo, la rigurosa homogeneidad del perfil urbano, la fastidiosa quietud cercana a la muerte en la que se desarrolla la vida diaria de los que están afuera. Y busca su destrucción. El mundo entero es, para la protagonista del film de Asante, un campo de guerra donde su propio cuerpo funciona como esas minas terrestres que solo esperan el paso en falso, el enemigo de turno, la víctima anónima. Que tanto puede ser un paquistaní como su propia hija.