Culpa, crimen y castigo
Dexter resulta abrumador. No es tanto el trabajo o, mejor dicho, la vocación de liquidar asesinos en serie lo que resulta inquietante, ni siquiera la extrema frialdad con la que realiza cada uno de sus actos. Dexter abruma porque constituye una prueba irrefutable de que el mundo donde se mueve con entera libertad no solo lo contempla sino que lo produce con fines expiatorios. No hay distancia alguna entre él y sus víctimas; el argumento moral –la justicia por mano propia frente a la incapacidad de las instituciones legales- se quiebra ante el sufrimiento sincronizado que infringe. El carnicero del Puerto ofrece en sacrificio el cuerpo torturado y aniquilado de sus perseguidos y se redime a través de un ritual cumplido con precisión religiosa. La sangre siempre llega al río, allí tira a los cadáveres, pero a la vez es purificada tanto por aquel sufrimiento como por los límites impuestos por su propia ética. Antes de morir, les hace pagar sus deudas, absorbiendo él mismo toda la culpa de la sociedad que produjo a esos monstruos. Culpa, crimen y castigo se funden en su persona en un círculo cerrado del que sale absolutamente indemne, como acciones y reacciones cuyas resultantes siempre dan igual a cero. Por eso, puede amar a los hijos de su novia y sonreír ilusionado, como un adolescente enamorado, cuando ella le ofrece una vida familiar en común mientras afila sus instrumentos para impartir justicia y a la vez, cumplir con su trabajo de forense.