miércoles, 10 de abril de 2019

SALAMONE EL VISIONARIO

Salamone, el visionario






Resulta difícil imaginar el impacto de la obra de Salamone sobre estos pueblos de la Provincia de Buenos Aires a fines de la década del 30. Pienso en los entonces monumentales Galería Güemes y Palacio Barolo, que al parecer también convulsionaron a la chata Buenos Aires de principios del XX. ¿Fue así? ¿O fue apenas la ilusión de todo arquitecto, convalidada en el orden del discurso pero de efecto incierto en la vida real? ¿Participó la pampa de esta arquitectura modernista que, más allá de estilos, influencias y denominaciones, estaba expresando no sólo la voluntad singular de su creador sino una relación específica con la realidad, el contexto y la historia? Una relación marcada tanto por la ahistoricidad de las formas como por el carácter utópico de su recepción.

En la obra de Salamone, los elementos se elevan en gesto futurista, fluyen belicosos, como las torres de los Municipios, que se desligan de la base, perforan el cielo y exigen la vista al cielo, actualizándole al hombre su propia escala. Un uso de la verticalidad que recuerda a las alturas de las catedrales góticas, que mientras facilitaban la orientación y la pertenencia, recordaban la autoridad divina (y la del seño feudal).

Pero la autoridad que impone la obra de Salamone es, en todo caso, conflictiva. No son los pesados y previsibles muros de un sabio clasicismo, rutina horizontal cuya composición garantiza la armonía y la eternidad. Ni tampoco la intemperancia del futurista Marinetti, glorificando las alturas punzantes como fusiles dirigidos al cielo para incendiarlo y crear un orden nuevo. Salamone le impone a la chatura pampeana una arquitectura monumentalista y a la vez en ella hay un estado de alerta, algo expresan esas superficies rebajadas, dentelladas recortadas contra el cielo azul; esos quiebres constantes y sistemáticos, como indecisión vital de la línea recta, que arrojan sombras sobre fachadas rabiosamente blancas. O esas formas parlantes y efectistas, semejante a los proyectos revolucionarios de Ledoux de la Francia del Siglo XVIII, como en los cementerios de Saldungaray y Azul.



Salamone, con su obra, introduce en la modernidad a pueblos suspendidos en el tiempo, pero lo hace desde la singularidad del visionario.  Conforma, en cada caso, un conjunto que tanto se desentiende del entorno como de las tradiciones, llevando el concepto de vanguardia hasta su máxima expresión.

Aunque después de la Segunda Guerra Mundial, y muy a su pesar, el racionalismo bebió de las fuentes del déco (en la exposición de 1925 en París, el Pabellón Espirit Nouveau de Le Corbusier constituyó la reacción contra dichos modernismos, planteando una arquitectura despojada de ornamentación, de formas y líneas que no cumplían función alguna), la obra de Salamone apela a una razón que tiene más que ver con la cosmogonía propia que funcional o decorativa. O, incluso, con cualquier metáfora de autoridad. Proyecta y construye como si siguiera un mandato, un diseño invisible, a veces repetido, a veces único.

Su tarea no es sólo la de dar respuesta a las necesidades edilicias de los pueblos, sino que esos pueblos constituyan el universo donde insertar su obra. Intensifica la tensión entre lleno y vacío, extrañando la apacible vida de campo, el horizonte infinito, para desde ese sitio, extrañado y extranjero, construir un determinado contexto de lectura. O, mejor dicho, para redefinir los términos de una relación que nació conflictiva, como lo es la entablada entre el desierto y la ciudad.

En esa nada que se transforma monstruosa, y que fue límite y frontera civilizatoria, se abre ahora un espacio que destierra por un lado la historia fundada en la dicotomía sarmientina; y por el otro, instaura formas que enfrentan a esa otra monstruosidad, la metrópolis, que, a decir de Ezequiel Martínez Estrada (más o menos por la misma época) constituye la fagocitante e hipertrofiada cabeza de Goliat.

No cabe duda que el objetivo de Salamone era la resignificación de la Pampa en su conjunto. Pero a la vez, el universo propio y limítrofe con el que la transformó fue construido con un lenguaje formal que lo alejaba incluso de las vanguardias más eufóricas del momento, o de aquellas utilizadas, ya hasta el hartazgo, como el futurismo, en teoría, y el déco, en la práctica (cines, teatros y casas de suburbios masificaron el estilo durante la década del 30 no tanto como señal de modernidad sino como receta de fácil aplicación). La obra de Salamone no parece participar de dicho entusiasmo: claroscuros, quiebres e incertezas que ondulan el horizonte recuerdan a las construcciones de los films de Fritz Lang en el apogeo desencantado del expresionismo alemán de los años 20.


El diálogo no fue sólo con Buenos Aires: el mundo entero, que se precipitaba hacia otra catástrofe, también participaba del concierto monumental. De allí la extrañeza que su obra, aún hoy, genera.

Del libro "Obsesiones. Notas sobre Arte y Literatura" / Contratiempo Ediciones, 2017
Fotos: Municipalidad de Pringles; Cementerio de Azul (detalle) / Z.L.