Salamone, el visionario
Resulta difícil imaginar el impacto de la obra de Salamone
sobre estos pueblos de la Provincia de Buenos Aires a fines de la década del
30. Pienso en los entonces monumentales Galería Güemes y Palacio Barolo, que al
parecer también convulsionaron a la chata Buenos Aires de principios del XX.
¿Fue así? ¿O fue apenas la ilusión de todo arquitecto, convalidada en el orden
del discurso pero de efecto incierto en la vida real? ¿Participó la pampa de
esta arquitectura modernista que, más allá de estilos, influencias y
denominaciones, estaba expresando no sólo la voluntad singular de su creador
sino una relación específica con la realidad, el contexto y la historia? Una relación marcada tanto por la ahistoricidad de las formas
como por el carácter utópico de su recepción.
En la obra de Salamone, los elementos se elevan en gesto
futurista, fluyen belicosos, como las torres de los Municipios, que se desligan
de la base, perforan el cielo y exigen la vista al cielo, actualizándole al
hombre su propia escala. Un uso de la verticalidad que recuerda a las alturas
de las catedrales góticas, que mientras facilitaban la orientación y la
pertenencia, recordaban la autoridad divina (y la del seño feudal).
Pero la autoridad que impone la obra de Salamone es, en todo
caso, conflictiva. No son los pesados y previsibles muros de un sabio
clasicismo, rutina horizontal cuya composición garantiza la armonía y la
eternidad. Ni tampoco la intemperancia del futurista Marinetti, glorificando
las alturas punzantes como fusiles dirigidos al cielo para incendiarlo y crear
un orden nuevo. Salamone le impone a la chatura pampeana una arquitectura
monumentalista y a la vez en ella hay un estado de alerta, algo expresan esas
superficies rebajadas, dentelladas recortadas contra el cielo azul; esos
quiebres constantes y sistemáticos, como indecisión vital de la línea recta,
que arrojan sombras sobre fachadas rabiosamente blancas. O esas formas
parlantes y efectistas, semejante a los proyectos revolucionarios de Ledoux de
la Francia del Siglo XVIII, como en los cementerios de Saldungaray y Azul.
Salamone, con su obra, introduce en la modernidad a pueblos
suspendidos en el tiempo, pero lo hace desde la singularidad del visionario. Conforma, en cada caso, un conjunto que tanto
se desentiende del entorno como de las tradiciones, llevando el concepto de
vanguardia hasta su máxima expresión.
Aunque después de la Segunda Guerra Mundial, y muy a su
pesar, el racionalismo bebió de las fuentes del déco (en la exposición de 1925
en París, el Pabellón Espirit Nouveau de Le Corbusier constituyó la
reacción contra dichos modernismos, planteando una arquitectura despojada de
ornamentación, de formas y líneas que no cumplían función alguna), la obra de
Salamone apela a una razón que tiene más que ver con la cosmogonía propia que
funcional o decorativa. O, incluso, con cualquier metáfora de autoridad. Proyecta
y construye como si siguiera un mandato, un diseño invisible, a veces repetido,
a veces único.
Su tarea no es sólo la de dar respuesta a las necesidades edilicias
de los pueblos, sino que esos pueblos constituyan el universo donde insertar su
obra. Intensifica la tensión entre lleno y vacío, extrañando la apacible vida
de campo, el horizonte infinito, para desde ese sitio, extrañado y extranjero,
construir un determinado contexto de lectura. O, mejor dicho, para redefinir los términos de una relación
que nació conflictiva, como lo es la entablada entre el desierto y la ciudad.
En esa nada que se transforma monstruosa, y que fue límite y
frontera civilizatoria, se abre ahora un espacio que destierra por un lado la
historia fundada en la dicotomía sarmientina; y por el otro, instaura formas
que enfrentan a esa otra monstruosidad, la metrópolis, que, a decir de Ezequiel
Martínez Estrada (más o menos por la misma época) constituye la fagocitante e
hipertrofiada cabeza de Goliat.
No cabe duda que el
objetivo de Salamone era la resignificación de la Pampa en su conjunto. Pero a
la vez, el universo propio y limítrofe con el que la transformó fue construido
con un lenguaje formal que lo alejaba incluso de las vanguardias más eufóricas
del momento, o de aquellas utilizadas, ya hasta el hartazgo, como el futurismo,
en teoría, y el déco, en la práctica (cines, teatros y casas de suburbios
masificaron el estilo durante la década del 30 no tanto como señal de
modernidad sino como receta de fácil aplicación). La obra de Salamone no parece
participar de dicho entusiasmo: claroscuros, quiebres e incertezas que ondulan
el horizonte recuerdan a las construcciones de los films de Fritz Lang en el
apogeo desencantado del expresionismo alemán de los años 20.
El diálogo no fue sólo
con Buenos Aires: el mundo entero, que se precipitaba hacia otra catástrofe,
también participaba del concierto monumental. De allí la extrañeza que su obra,
aún hoy, genera.
Del libro "Obsesiones. Notas sobre Arte y Literatura" / Contratiempo Ediciones, 2017
Fotos: Municipalidad de Pringles; Cementerio de Azul (detalle) / Z.L.
Fotos: Municipalidad de Pringles; Cementerio de Azul (detalle) / Z.L.