Nos
esperaba a la vuelta del colegio con sándwiches de verduras y mayonesa casera
en pan francés. Y siempre, el plato con puré de palta, aceite, sal y ajo para
untar con galletitas. Por si nos quedábamos con hambre. La llamábamos aguacate,
crecía en casi todas las casas de Asunción, era barato, saludable y satisfacía
cuando las épocas venían malas. En mi caso y en mi casa, casi siempre. Mamá
abusaba del ingenio; a nosotros nos salvaba el estado de gracia de la infancia.
Y en la adolescencia, los amores imposibles nos desvelaban tanto que ni la
comida ni la palta ocupaban un lugar preponderante en nuestras vidas: hermanas
y amigas vivíamos suspirando como protagonistas de novela de siglo XIX. La
atmósfera represiva, productora de ficciones, favorecía a los hogares que no
habían conseguido ubicarse en la gigantesca maquinaria corrupta y corruptora
del stronismo. O, como mi familia, que guardaba prudencial distancia a pesar de
que Stroessner no olvidaba: papá, intelectual y militante febrerista, exiliado
en Argentina por participar del golpe contra Morínigo en el 47 y colaborar con
el grupo que libró al entonces Coronel Stroessner de un atentado en Paraguari,
ocupó a fines de los 50 la fiscalía y cargos académicos en prestigiosos
colegios y universidades nacionales de Asunción. La colectividad lo recibía y
entonces yo, de nena y después adolescente, participaba de almuerzos con esos
nombres innombrables, algunos aborrecibles. Pero en la década del 70 ya había
iniciado el camino sin retorno al ostracismo y el descarrilamiento mental. Un
mundo se le había cerrado; el otro, la familia, pagó las consecuencias.
Foto: Calle Palma / Años 60