Cuando mi
mamá se enteró de que había posibilidades de encontrarme, cara cara, con aquel
hombre que había prometido desfigurarme con ácido, matarme o dejarme insolvente
con artilugios y trapisondadas, se aterró. No pudo dormir en varios días.
Recordaba la fecha de la audiencia como jamás se acordaba otras, más significativas.
Dije, para tranquilizarla: estoy rodeada de abogados, hay amigos haciendo el
aguante, empecé defensa personal. Nada. Nada la tranquilizó. Y eso, principalmente
eso, me desató instintos desconocidos: ni el ácido prometido, ni las amenazas
de muerte, ni el socavamiento económico importaban. El desvelo de ella, de esa
mujer con la que había tenido tantas diferencias en mi juventud, de golpe se
había convertido en herida punzante. Llaga dolorosa que atravesaba su historia
y la mía. Yo escribo, mamá, fue lo que atiné a decir como último argumento. Yo
escribo.
Mis experiencias con un violento, ligeramente psicópata, nunca pueden ser exclusivamente privadas. Conforman la estructura cultural-mental del maltratador que se enseñorea sobre mi cuerpo que a la vez testifica otras historias. Me constituyo en prueba. El juicio no surge como revancha ni como castigo sino como desplazamiento. Un cuerpo violentado que se reconstituye a través de la puesta en evidencia del otro. Por eso, la justicia penal es mucho más significativa que la civil. Como en "La colonia penitenciaria", el delito se inscribe en el cuerpo del condenado. Por ello, también, el proceso no puede ser censurado en cuanto a su comunicación: es un asunto político que implica a la comunidad en su conjunto.
Lunes 14 de agosto de 2017