Microfascismos
Por estos días, el hacerse
cargo o no de la leyenda “Todos somos Charlie” es tanto un asunto privado como
colectivo. Diríamos, de empatía antes que de corrección. Como portar el cartel
con los estudiantes masacrados en México o, incluso, el de nuestros propios
desaparecidos. En todo caso, cada uno, como persona (personare, hacer sonar una
voz) habitará a su manera el lenguaje para dar cuenta de la atrocidad. El
problema empieza cuando ese “no ser Charlie” vocifera
hasta volverse ruido. Cuando representa la necesidad de exigir credenciales a
las víctimas y que éstas, al no cumplir con nuestras expectativas, emocionales,
políticas, comunicacionales o de simpatía, irrumpen en escena y desplazan de
golpe a la propia atrocidad. O mejor dicho, irrumpe en escena nuestra incesante
vocación de jueces todopoderosos que necesita, a toda hora y en todo lugar,
ratificarse en su capacidad pensante. Algo muy saludable si no fuera que toda
palabra, toda reflexión, es un acto político que tiene su lugar y su tiempo
para ser enunciada. Esto es tan viejo como cierto: en el velorio, por lo
general, no se habla mal del difunto. Este desplazamiento de la mirada desde
los cuerpos suprimidos violentamente a la expresión “yo no soy ellos” no solo
genera un área de opacidad alrededor de un hecho atroz sino que lo ubica en el
mismo nivel que su interpretación. El “Yo soy Charlie” surge como un grito
desesperado: es la respuesta, primitiva y primera, de un ser humano
escandalizado por la suerte de otro, que tranquilamente podría haber sido él
(aquí Bertold Brecht); el “Yo no lo soy” es todo lo contrario: estoy vivo
porque yo no soy ese. Ambos son susceptibles, como todo el resto de las cosas
en este mundo, a manipulaciones varias. Pero el lenguaje es tan vital como
peligroso; no es una cosa en sí a la espera de ser tomada, ni de ser repetida
como loros. Vivimos en él, nos constituye pero también nos destituye: en
nosotros radica, siempre, la libertad de la última palabra.