1. Llueve y la
cosa parece ya una maldición bíblica. Pero Ciudad del Este no acusa mayor
impacto. A diferencia de Puerto Iguazú, que sobrevive gracias a sus bellezas
naturales y cifra sus expectativas en el buen clima, ella está inmersa en el
reino de la mercancía. Ella misma es tráfico y transacción, movimiento y
circulación perpetua. El Once sería una versión abreviaba, e inofensiva, de esta forma de
ciudad donde a cada paso el propio cuerpo corre el riesgo de quedar sepultado
bajo sus fundaciones.
2. En Ciudad
del Este no hay conflictos lingüísticos. Después del dinero, el castellano, el
portugués y el guaraní actúan en
forma indistinta. Como las migraciones brasileras sostienen a la ciudad, es el
portugués, sin embargo, la lengua imperante. Pero aquellos idiomas no son los únicos.
En las grandes tiendas no es raro observar guardias de seguridad privada con escopetas
al hombro. Circulan entre la gente con la mano en el gatillo y,
previsiblemente, cara de pocos amigos.
3. Si el
tráfico configura la atmósfera pesadillesca de la ciudad mercantil, el
verdadero infierno está a unos metros de distancia. En un terreno baldío al costado
de la Estación
de Ómnibus se alza el asentamiento del grupo étnico Mbya. Familias expulsadas
de sus tierras de origen que recalaron en la gran ciudad. Y quedaron atrapadas en ese umbral del tiempo
en donde la frontera entre lo arcaico y lo moderno se materializa en forma
violenta sobre los cuerpos. Niños aspirando cola de zapatero, niñas
prostitutas, el agua a la atura de los tobillos y la certeza de una excomunión
eterna.
Ciudad del Este / Fotos Zenda Liendivit (Junio 2014)