Un arañazo en la selva
El avión
que nos trae aterriza en medio de la tormenta. En medio de un verde continuo
que brota de las mismas nubes negras. Apenas un claro entre selva y cielo, pálido,
chato, un pueblo con largas siestas y sueños de ciudad. Es jueves al mediodía y
llegamos a Puerto Iguazú, el primer vértice de la Triple
Frontera , esa enigmática zona que en el imaginario siempre
parece orillar la locura, la conspiración y la ficción. Nos recibe un calor húmedo
y una lluvia que a ratos se vuelve torrencial. Desaforada. Como las inundaciones
de la semana pasada, cuando la región naufragaba a la deriva de su violenta
geografía. Iguazú (¿dónde habrá quedado la y?). Agua grande, para bien y para
mal. Lo que la visibiliza en la cartografía mundial como destino de
interminables contingentes turísticos, también la condena. Y el agua no es su única
maldición.
Trifinio
Triple
Frontera. Triple Alianza. No puedo evitar la asociación. Tres precarios
monolitos articulan el triángulo virtual que enlaza tres territorios. La lancha cruza a Paraguay; el Tancredo Neves, a Brasil. Son los
vecinos de enfrente. El antiguo enemigo y el antiguo aliado confabulados en la
frontera devenida espectáculo que reclama pasarela, mirador y feriantes. Una zona
fundada y espejada en el encuentro de dos turbulencias. El Iguazú que muere en
un recodo después de su diabólico (y maravilloso) recorrido y el Paraná que
sigue, que sube, que arrastra y sepulta.
Triple Frontera / Puerto Iguazú
Fotos: Zenda Liendivit / Junio 2014