Una balacera en Barracas
Nada hacía presagiar
que esa noche de invierno seis de los más importantes jefes de las bandas
locales de la zona sur de la ciudad encontrarían la muerte al mismo tiempo y en
idénticas circunstancias. Hombres acostumbrados a lo suyo, veteranos de los
asuntos poco claros, prontuariados varias veces, se habían dado cita como era
costumbre cada tanto en ese bar de mala muerte de Barracas para discutir
aquellos temas que reunían intereses gremiales, facilitaban la convivencia,
marcaban los límites y generaban ganancias para todos sin resentimientos, una
reunión de negocios que se prolongaba a través de las horas y donde la palabra
solía escasear para dar lugar a los sobreentendidos, a la complicidad sellada
por el tiempo y la costumbre. Durante aquellas noches del año, siempre
sorpresivas para evitar especulaciones, el barrio se resguardaba en sus casas y
la zona quedaba prácticamente liberada, no se veían peatones, autos y mucho
menos personal policial. Los hombres se sentían como en casa y tal vez eso fue
lo que los llevó a ese final inesperado. Nada hacía presagiar entonces porque
Suarez no era de la zona, no estaba invitado y mucho menos podía saber que
justo a esa hora y ese día, en ese lugar perdido de Buenos Aires, se iba a dar
cita la cúpula del poder local, desarmada por costumbre y acostumbrada a que
nunca le pasara nada. Sin embargo allí cayó, como un simple parroquiano no
enterado de los códigos del barrio y de esas noches significativas, de esos
días que se marcaban en el calendario aunque más no fuera en forma tentativa,
un merodeo, una posibilidad, ese mes, esa quincena, entonces las precauciones,
las puertas y ventanas cerradas y sobre todo, todos los sentidos dormidos,
puesto que si algo salía fuera de sus cauces allí nadie, nunca podía estar
enterado de nada. Pero Suarez, con la impunidad que le daba el aspecto de
hombre fuera de lugar, empujó la puerta de vidrio y madera, que por error no
estaba trabada, entró, se sentó sin mirar a los otros, muy próximo a la única
mesa ocupada, nada raro tampoco porque a esa hora y en ese bar de mala muerte
lo raro era que hubiera alguien. Se sentó y extrajo un cigarrillo de su campera
de nylon negra, lo encendió y se dedicó a hacer figuras con el humo que salía
de su boca, frente a la mirada aburrida de esos hombres que esperaban que
alguno le aclarara al forastero que aquélla era una reunión privada. Nadie
hablaba, más por desidia que por otra cosa, pero cuando uno quiso abrir la
boca, fue demasiado tarde, las balas volaban enloquecidas, certeras y en una
sola dirección, unos fogonazos que despabilaron de golpe el lugar y que
aceleraron el tiempo de una manera que tan sólo fue una mezcla de seis, o siete,
estruendos, humo, sangre y cuerpos acribillados, como una sola masa que caía
pesada sobre la mesa y se desparramaba por el piso, pero tan fugaz que
enseguida todo volvió a la normalidad y hasta parecía que allí no había pasado
nada. El mozo y el dueño del local, que nunca aparecieron por el salon,
tampoco lo hicieron entonces, resguardados en la cocina y convencidos de que
alguno de los jefes había decidido hablar en forma un poco más contundente.
Suarez volvió a guardar el arma y, con el cigarrillo todavía colgado del labio
inferior, se levantó, echó una ojeada al lugar, como para cerciorarse de que
allí nadie saldría vivo salvo él y con paso tranquilo se dirigió a la puerta. Qué
curioso, pensó, eran siete.
Fue también aquella
noche y en el umbral de ese bar de mala muerte de Barracas, unos segundos
después de haber consumado la matanza, que la vio por primera vez. Con el
rostro enrojecido por el frío y el pelo mojado por la llovizna, venía a paso
rápido y como si con ello se le fuera la vida se disponía a franquear la
puerta. Pero Suarez no se movió del umbral, su ancha figura bloqueaba por
completo el acceso y nada había en su actitud que delatara que pensaba correrse
y ceder el paso a esa mujer que se le había puesto delante. Está cerrado,
se limitó a decir mientras arrojaba el cigarrillo al charco de agua. Pero
todavía hay luz adentro, decía ella, en puntas de pié, tratando de mirar
hacia el interior del local. Lo deben estar limpiando, repuso él,
mientras extraía otro cigarrillo de su chaqueta. La mujer le clavó la vista y
así se quedaron unos segundos, uno en los ojos del otro, él impasible, ella
esperando y en esa espera que tenía mucho de estudio y de radiografía, de
alguna manera escribió su propia sentencia que, como esas condenas que jamás
prescriben, se llevaría a cabo años después. Al rato, segundos en el reloj, una
eternidad si se piensa que allí hubo una masacre, detenido apenas por la
presencia de esa chica que miraba como si ya estuviera haciendo el identikit
(y, claro, en identikit es en lo que pensó Suarez y de allí surgió la
mencionada sentencia), al cabo de ese tiempo imposible de medir, ella se dio
vuelta y enfiló en dirección a la avenida, con paso indeciso, envuelta en un
abrigo que resultaba pobre para el frío y seguida a apenas unos metros por el
hombre. Suarez no volvió a usar el arma esa noche y gracias a ello surge esta
historia, con la espalda de la mujer que se aleja sola, la silueta atravesada
por las luces enloquecidas del tráfico y la lluvia cayendo con violencia sobre
la ciudad.
(Fragmento del ensayo-novela "Ariel", de próxima aparición)