domingo, 6 de abril de 2014

ENSAYOS Y FICCIONES / ARIEL

Una balacera en Barracas

Nada hacía presagiar que esa noche de invierno seis de los más importantes jefes de las bandas locales de la zona sur de la ciudad encontrarían la muerte al mismo tiempo y en idénticas circunstancias. Hombres acostumbrados a lo suyo, veteranos de los asuntos poco claros, prontuariados varias veces, se habían dado cita como era costumbre cada tanto en ese bar de mala muerte de Barracas para discutir aquellos temas que reunían intereses gremiales, facilitaban la convivencia, marcaban los límites y generaban ganancias para todos sin resentimientos, una reunión de negocios que se prolongaba a través de las horas y donde la palabra solía escasear para dar lugar a los sobreentendidos, a la complicidad sellada por el tiempo y la costumbre. Durante aquellas noches del año, siempre sorpresivas para evitar especulaciones, el barrio se resguardaba en sus casas y la zona quedaba prácticamente liberada, no se veían peatones, autos y mucho menos personal policial. Los hombres se sentían como en casa y tal vez eso fue lo que los llevó a ese final inesperado. Nada hacía presagiar entonces porque Suarez no era de la zona, no estaba invitado y mucho menos podía saber que justo a esa hora y ese día, en ese lugar perdido de Buenos Aires, se iba a dar cita la cúpula del poder local, desarmada por costumbre y acostumbrada a que nunca le pasara nada. Sin embargo allí cayó, como un simple parroquiano no enterado de los códigos del barrio y de esas noches significativas, de esos días que se marcaban en el calendario aunque más no fuera en forma tentativa, un merodeo, una posibilidad, ese mes, esa quincena, entonces las precauciones, las puertas y ventanas cerradas y sobre todo, todos los sentidos dormidos, puesto que si algo salía fuera de sus cauces allí nadie, nunca podía estar enterado de nada. Pero Suarez, con la impunidad que le daba el aspecto de hombre fuera de lugar, empujó la puerta de vidrio y madera, que por error no estaba trabada, entró, se sentó sin mirar a los otros, muy próximo a la única mesa ocupada, nada raro tampoco porque a esa hora y en ese bar de mala muerte lo raro era que hubiera alguien. Se sentó y extrajo un cigarrillo de su campera de nylon negra, lo encendió y se dedicó a hacer figuras con el humo que salía de su boca, frente a la mirada aburrida de esos hombres que esperaban que alguno le aclarara al forastero que aquélla era una reunión privada. Nadie hablaba, más por desidia que por otra cosa, pero cuando uno quiso abrir la boca, fue demasiado tarde, las balas volaban enloquecidas, certeras y en una sola dirección, unos fogonazos que despabilaron de golpe el lugar y que aceleraron el tiempo de una manera que tan sólo fue una mezcla de seis, o siete, estruendos, humo, sangre y cuerpos acribillados, como una sola masa que caía pesada sobre la mesa y se desparramaba por el piso, pero tan fugaz que enseguida todo volvió a la normalidad y hasta parecía que allí no había pasado nada. El mozo y el dueño del local, que nunca aparecieron por el salon, tampoco lo hicieron entonces, resguardados en la cocina y convencidos de que alguno de los jefes había decidido hablar en forma un poco más contundente. Suarez volvió a guardar el arma y, con el cigarrillo todavía colgado del labio inferior, se levantó, echó una ojeada al lugar, como para cerciorarse de que allí nadie saldría vivo salvo él y con paso tranquilo se dirigió a la puerta. Qué curioso, pensó, eran siete.

Fue también aquella noche y en el umbral de ese bar de mala muerte de Barracas, unos segundos después de haber consumado la matanza, que la vio por primera vez. Con el rostro enrojecido por el frío y el pelo mojado por la llovizna, venía a paso rápido y como si con ello se le fuera la vida se disponía a franquear la puerta. Pero Suarez no se movió del umbral, su ancha figura bloqueaba por completo el acceso y nada había en su actitud que delatara que pensaba correrse y ceder el paso a esa mujer que se le había puesto delante. Está cerrado, se limitó a decir mientras arrojaba el cigarrillo al charco de agua. Pero todavía hay luz adentro, decía ella, en puntas de pié, tratando de mirar hacia el interior del local. Lo deben estar limpiando, repuso él, mientras extraía otro cigarrillo de su chaqueta. La mujer le clavó la vista y así se quedaron unos segundos, uno en los ojos del otro, él impasible, ella esperando y en esa espera que tenía mucho de estudio y de radiografía, de alguna manera escribió su propia sentencia que, como esas condenas que jamás prescriben, se llevaría a cabo años después. Al rato, segundos en el reloj, una eternidad si se piensa que allí hubo una masacre, detenido apenas por la presencia de esa chica que miraba como si ya estuviera haciendo el identikit (y, claro, en identikit es en lo que pensó Suarez y de allí surgió la mencionada sentencia), al cabo de ese tiempo imposible de medir, ella se dio vuelta y enfiló en dirección a la avenida, con paso indeciso, envuelta en un abrigo que resultaba pobre para el frío y seguida a apenas unos metros por el hombre. Suarez no volvió a usar el arma esa noche y gracias a ello surge esta historia, con la espalda de la mujer que se aleja sola, la silueta atravesada por las luces enloquecidas del tráfico y la lluvia cayendo con violencia sobre la ciudad. 

(Fragmento del ensayo-novela "Ariel", de próxima aparición)