La cautiva
No es fácil entrar a una librería y ver la exuberante producción actual. Y esta incomodidad no procede de la imposibilidad de acceder a todos los libros sino todo lo contrario, de la existencia de los mismos. No es casual que en la actualidad se priorice la expresión por sobre la reflexión; el murmullo continuo de comentarios eternos alimentado por las nuevas tecnologías favorece la creencia de la multiplicidad y la diversidad. En este contexto, el tráfico de la palabra impresa enrarece las posibilidades reflexivas del pensamiento y se dirige, por diversas vías, a su precarización. La mitificación del objeto libro ha causado estragos en la cultura y, de alguna forma, se ha constituido en un eficiente elemento de control más por sus formas de apropiación, circulación y validación que su por sus contenidos propiamente dichos. El problema no radica en quién es el que habla, el nombre de autor, sino en quién o quiénes son los administradores actuales de esa palabra cautiva. Si antes se adquirían territorios como forma de dominio, hoy la palabra es el preciado botín que, a la vez, también se constituye en herencia y reaseguro. Medios de comunicación, empresas editoriales y mercado se erigen en los únicos capaces de separar la paja del trigo. Lo que provoca una doble perversión: por un lado, voces que generalmente tienen otros intereses que los de la creación o la reflexión serán las encargadas de configurar el estado de la cultura de una sociedad; y por el otro, el libro valioso deberá atenerse a cláusulas mercenarias, sepultando en el camino todo aquel pensamiento o escritura no afín a dichos intereses. Así, la industria cultural elabora sofisticados mecanismos, como son ferias, salones, congresos, concursos, programas de televisión, suplementos y demás, que articulan un complejo entramado donde el objetivo es la domesticación de la mirada, un cierto acostumbramiento a la chatura o a la circulación trivial o desenraizada de la palabra plena. Una suerte de vasallaje inconsciente frente a nombres, obras y productos que se obtiene a fuerza de manipulaciones mediáticas, redes de inclusión y exclusión, famas construidas sobre logros inciertos o improbables y sobre todo, un uso hegemónico y terrateniente de los espacios de difusión y producción. El lector se vuelve partícipe involuntario de este empobrecimiento al desplazar su condición de sujeto receptivo de un saber que se desarrollará y transformará (y lo transformará) ante su mirada a consumista de un producto que circulará desprovisto de toda potencialidad creativa. El objeto de culto no es el libro en sí, como tampoco el cuerpo del delito es el cadáver. El objeto de culto es la creación misma que conlleva un gran sentido de responsabilidad, un compromiso íntimo pero que a la vez, es también un compromiso político: más allá de expectativas personales, cada obra se constituye en parte del engranaje necesario para leer el presente y construir a la vez una determinada forma de ser y de estar, una atmósfera de excelencia o de precariedad, un determinado modo de relación con el otro, con la historia y con el devenir. Una relación vital que funda, tiene la obligación de hacerlo, nuevas perspectivas y nuevos saberes. Pero principalmente, un compromiso con el propio acto de pensar como función liberadora y autónoma. En esta función política del libro radica su peligrosidad. Haciéndonos cómplices de la irritante cantinela de que todo es negocio y que la cultura no puede escapar a la lógica imperante mundial, se va naturalizando este mecanismo de dominación que solo en apariencia es mercantilista. Su objetivo final es el pensamiento y sus posibilidades emancipatorias.
(FOTO: ZENDA LIENDIVIT, 2013)