Todo lo que pasa en Nueva York trasciende cualquier límite
geográfico o temporal, su interlocutor es el mundo entero pero también la
historia y el futuro. Es como si al hablar estuviera mirando a una lejanía que
abruptamente se vuelve presencia. La inmediatez que se experimenta en la
ciudad, ese pragmatismo tan propio de la modernidad, se funde a la vez con esa
trascendencia. Nueva York está anclada en el punto exacto donde, parafraseando
a Baudelaire, el instante se intercepta con la eternidad: uno aspira a la
otra en una constante producción de
símbolos que conforman un collage siempre variable. Como toda metrópolis
mundial, Nueva York es esa información que circula transversalmente, ella funda y
refunda la época a cada paso y de este movimiento extrae conciencia de sí
misma. Que a la vez también es conciencia que se mundializa en la onda
expansiva que se genera con solo pronunciarla. Por eso habita tanto el espacio
de la verdad como el del mito, el de la realidad como el de las múltiples
ficciones. Por eso, en su inconmensurable poder también radica su debilidad.